Política

Caso Nóos

Había una vez un juez

La Razón
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Había una vez un juez que se hizo famoso porque se empeñó en sentar en el banquillo a la hija del Rey. Meses y meses anduvo el hombre escudriñando cuentas y facturas de la Infanta Real. Sus clases de baile de salsa y merengue, la vajilla de «La Muy Noble y Artística Cerámica de Alcora, S.A.», los globos del cumpleaños de uno de sus hijos pequeños, el animador infantil cuando la primera comunión y hasta la estufa del jardín. El célebre juez, que ya había sido desautorizado una vez por la Audiencia en el mismo caso, se pasaba las noches de claro en claro en la isla donde vivía envuelto en papeles y notas indescifrables para ver si encontraba algún indicio, aunque fuera mínimo, alguna tachadura, una cifra sospechosa al margen, para poder acusar de delito fiscal y blanqueo de dinero a la hija menor del Rey. Ésta estaba casada con un buen mozo vasco que había sido un famoso jugador de balonmano y ascendido a duque cuando la boda, cuya conducta, que él sentía protegida por el manto Real, no parecía muy ejemplar, hasta el punto de que, desde que comenzó el resonante proceso, en la Casa Real le habían apartado de la foto oficial.

De nada sirvió que su compañero el fiscal, un hombre implacable donde los haya, advirtiera al obstinado juez de que no había motivo para imputar a la Infanta y hasta se atreviera a decirle a la cara que la acusaba por ser quien era, quebrantando así el principio de que la Justicia es igual para todos. Tampoco el abogado del Estado veía razones para sentar a la hija del Rey en el banquillo. Ni la Agencia Tributaria, que es la encargada de denunciar los delitos fiscales. O sea, el persistente juez se saltaba a la torera a los defensores del interés público –a los supuestos perjudicados– y exigía, en un tocho de más de doscientas páginas, que la hija del Rey se sentara ante él a declarar acompañada de su abogado. Sería su gran momento de gloria. No había escapatoria. Si al final la hija del Rey era declarada inocente, como parecía razonable, las gentes dirían: ¿veis cómo la Justicia no es igual para todos? De momento los más complacientes pregonaban: así queda fortalecida la democracia y el Estado de Derecho. Y a lo mejor llevaban razón. Pero muchos pensaban que el mal ya estaba hecho. El interminable proceso mediático dañaba irremediablemente la imagen de la Corona, pieza clave de la convivencia democrática. Es lo que querían y jaleaban los viejos republicanos. El célebre juez parecía ajeno a estas consideraciones y a las consecuencias de sus actos. De esta forma el hombre de la isla, que salía sin corbata en todos los telediarios, alcanzó, entre el pueblo, fama de juez valiente, aunque no faltaran los que replicaron: «¿Juez valiente? ¡Valiente juez!».