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Ana Losada

El latido que resiste: veranear en la España vacía

Se necesitan iniciativas que devuelvan latido a estos pueblos, que unan sinergias, que cuenten con la opinión de los que quedan y que apuesten por atraer población

«Disfrutar de la libertad horaria, la naturaleza, del río que te hiela el cuerpo y de los helados del bar de la playa fluvial...» LRLR

Hay una España vacía que es verde y frondosa, con carreteras llenas de baches y curvas por igual, que pierde su latido en invierno y revive en verano con los hijos y los nietos de quienes tuvieron que abandonarla en busca de mejores oportunidades.

He veraneado toda mi vida en ella, en un pequeño pueblo de la comarca de Fonsagrada, en Lugo, la comarca más grande de Galicia y que ahora va camino de convertirse en la más vacía.

Para ponerles en contexto, solo en esta comarca hay más de cincuenta aldeas deshabitadas y, en toda Galicia, 1.169 que solo tienen un vecino, y otras tantas con dos.

El mundo rural se vacía, y lo he visto año tras año desde aquí. En él ahora solo viven en invierno siete personas. Hubo un tiempo en que pareció engancharse al tren del progreso del resto del país.

En 1976 se abrió la pista forestal que permitió, por primera vez, llegar en coche. La luz no lo hizo hasta 1981 y, hasta 1984, era misión imposible sintonizar un canal de televisión.

A partir de esa fecha todo parecía evolucionar con más rapidez: las casas comenzaron a tener agua corriente, la agricultura pudo echar mano de pequeños tractores y la ganadería dejó de ser de subsistencia.

Pero todo tiene sus contrapartidas: esos jóvenes cuyos padres no formaron parte de la gran oleada migratoria de los años 60 ahora habían dejado de ver el mundo a través de una mirilla, y fueron conscientes de que el progreso era lento e insuficiente para cubrir sus expectativas.

En 1991, Fonsagrada se unió en una revuelta popular que se alargó un año y que exigía poner fin al abandono y a la falta de inversiones autonómicas y estatales. Fue portada de informativos, pero los cambios apenas llegaron y el éxodo continúa hasta hoy. Fue aquel su último grito de auxilio.

Estas tierras que vieron partir a sus hijos hacia otras partes de España y que impulsaron su crecimiento se han quedado huérfanas y vacías. Y permítanme recordarles lo mucho que les debemos y la generosidad con la que deberíamos recompensarlas.

Me siento afortunada de haber crecido teniendo la oportunidad de veranear en la casa que construyeron mis bisabuelos, de saber lo duro que es el campo, de levantarse a medianoche para ayudar a parir una vaca, de evitar el sol desde bien temprano para poder plantar las nabizas, del miedo a los incendios, del sabor de los tomates y de los huevos «de verdad», de las orquestas de pueblo y de vivir sin wifi.

Pero también he sido consciente de la España de varias velocidades, esa que me recordaban mis amigos del alma cada verano: la de los hijos que emigraron a otras comunidades autónomas donde estabilizar tu vida laboral o estudiar la carrera universitaria deseada duplica o triplica la dificultad de los nacidos en Cataluña o Madrid.

Nuestros hijos ahora toman nuestro relevo. Ellos organizan la fiesta del pueblo, se coordinan por WhatsApp desde diferentes puntos de España para contratar las orquestas y DJ, pedir los permisos al Ayuntamiento o hacer los pedidos de bebida.

Este agosto volveremos a celebrarlas. No habrá solo música: también compartimos cena y vermut, donde cada casa aporta su granito de arena, y no preguntamos a nadie de qué pueblo es para ofrecer un trozo de empanada o de bizcocho sin pedir nada a cambio.

Pero ellos ya no han ordeñado vacas ni recogido maíz. Les quedan los recuerdos de sus padres y de sus abuelos, pero mantienen ese espíritu que teníamos en verano de reunirnos, disfrutar de la libertad horaria, la naturaleza, del río que te hiela el cuerpo y de los helados del bar de la playa fluvial.

Ellos tampoco comprenden cómo en la capital de la comarca, punto de paso del Camino de Santiago, no hay un bar que te sirva un bocadillo después de las diez de la noche, o sea imposible tomarse un gin-tonic a medianoche un fin de semana. Se lamentan de que este entorno maravilloso de bosques, ríos, cascadas y gastronomía no actúe como palanca de nuevos proyectos.

Se necesitan iniciativas que devuelvan un poco de latido a estos pueblos de la España vacía, que unan sinergias públicas y privadas, que cuenten con la opinión de los jóvenes y menos jóvenes que aún quedan y que apuesten por atraer población que abra nuevas oportunidades.

Tener ese Ministerio de Despoblación prometido y al que no le han hecho hueco entre los veintidós actuales, o con la verdadera «financiación singular y solidaria».

No es tarea fácil, pero en mi pequeño pueblo mantenemos, de momento, la llama encendida y hemos logrado traspasarla a una generación. No la dejemos morir: mantengamos ese latido vivo en esas aldeas verdes o rodeadas de campos de trigo interminables.

Ana Losada es presidenta de Asamblea por una Escuela Bilingüe