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Monarquía y opinión pública

La Razón
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La Monarquía suscita creciente interés en la opinión pública. Así ha sido al menos en España desde su última instauración. Cuando no son las actividades propias del Rey, han sido los matrimonios del Príncipe y de las Infantas, los nacimientos de los nietos, la muerte de los Condes de Barcelona o las aficiones del Rey. El caso es que, por un motivo u otro, la Monarquía ocupa buena parte de los medios de comunicación. Ortega sostenía que no se puede gobernar contra la opinión pública; ésta es un pilar fundamental sobre el que se asientan los poderes públicos y las instituciones; y cuando la opinión pública les vuelve la espalda, se desvanecen de puro gobernar en el vacío. Bertrand de Jouvenel, en parecida línea, cifraba la relación mando-obediencia en el crédito y en el hábito: el crédito que merece a la ciudadanía un gobernante o una institución nutre el hábito de aceptar su mandato y someterse a sus disposiciones; a su vez, el hábito puede mantener al gobernante durante cierto tiempo, aunque su crédito haya disminuido; pero si el descrédito aumenta, no hay Gobierno ni gobernante que no termine siendo desplazado.

Nixon apenas pudo sobrevivir al escándalo de Watergate. Por su parte, algo tuvieron que ver los regalos del dictador africano Bokassa a Giscard d'Estaing con su pérdida de las elecciones presidencias de 1981. Berlusconi ha logrado dilatar su caída, pero ésta ha terminado produciéndose. Lo mismo les ocurre a los partidos políticos de Italia, España y Francia: su irregular, cuando no delictiva, financiación está contribuyendo a su actual y peligroso descrédito, que genera abstencionismo y socava los cimientos de la democracia.

No es lo mismo crédito que popularidad. El crédito tiene raíces más hondas. Hay en España políticos que siguen siendo populares y que, sin embargo, hace tiempo que agotaron su crédito como gobernantes.

Si antes hemos puesto ejemplos republicanos, otro tanto podríamos hacer con las monarquías. Decía Quevedo con una buena dosis de desencanto: «Para ver cuán poco caso hacen los dioses de las monarquías de la Tierra, basta ver a quién se las dan» .No sé si los reyes que él sufrió merecían tal invectiva, pero los ha habido. Y si nos acercamos a nuestro tiempo, los intermitentes acontecimientos en la familia regia británica (por más que no hayan sido protagonizados por la Reina) son bien elocuentes de que la monarquía no escapa a tan férrea ley de la opinión pública. Incluso está sometida a ella de forma singular y más incisiva.

Ello es así porque, aunque a los reyes, en las monarquías parlamentarias, no les alcanza responsabilidad por la dirección que imprimen a la política otros órganos del Estado, sí están en el punto de mira de la ciudadanía por su función simbólica e integradora. Esta función no puede cumplirse sino con prudencia, dedicación y saber hacer, lo que engendra prestigio, «auctoritas».

Pero, además, la esencia de la monarquía reside en la atribución del máximo carácter público-estatal a algo de por sí perteneciente al ámbito jurídico-privado, como es la familia, el matrimonio y el Derecho sucesorio. Por eso, aunque la jefatura monárquica del Estado es estrictamente unipersonal, los miembros de la familia regia, en cuando integran el orden sucesorio y, por tanto, pueden acceder a dicha magistratura suprema, están obligados a cultivar el prestigio de la Corona. Y, como es evidente, esa responsabilidad es tanto mayor cuanto más arriba estén en el orden sucesorio. Nada digamos si se trata del monarca. Más aún: en este punto la monarquía está en desventaja con la república. El descrédito de un presidente republicano puede comportar su dimisión o su no reelección, pero esto no puede ocurrir en las monarquías parlamentarias. Están ya muy lejanos los tiempos en que la Corona pasaba de unos miembros a otros de una dinastía cuando los monarcas se hallaban en dificultades, o aquel otro tiempo en que se buscaba en Europa una nueva dinastía a ver si con ella teníamos más fortuna. Hoy esto parece impensable. Dicho en otros términos: el descrédito de reyes, príncipes y demás miembros de las familias regias puede arrastrar el de la propia forma monárquica, que no basa su salud política en la medicina del sufragio, sino en la singularidad de una familia y en la función simbólica e integradora que cumple.

La Monarquía española, instaurada en circunstancias extraordinariamente difíciles, ha logrado salvar la prueba durante muchos años, durante los cuales supo ganar crédito y popularidad en España y fuera de España. Conservarlo y acrecerlo era una grave responsabilidad que a todos concernía pero que acaso ha sido algo desatendida en los últimos años. El Príncipe de Asturias, inminente Felipe VI, manifestó en cierta ocasión que comprendía que su ámbito de vida privada fuera más reducido que el de los demás ciudadanos y que lo aceptaba como un coste de su posición institucional. A él le corresponde ahora la importante tarea de elevar el actual tono un tanto gris de la institución. Pero, al mismo tiempo, cabe pedir a los medios de comunicación que, sin mengua alguna de su libertad de información y de expresión, no contribuyan, por ligereza, a su descrédito, pues ya se oyen, muy cercanas, la voces republicanas. Como decía un avezado político, «la espada de Damocles ha logrado más victorias que la de César».

Catedrático de Derecho Constitucional de la UNED