Opinión

El rostro invisible del terremoto en Afganistán son las mujeres

No seamos cómplices del olvido. Occidente las abandonó hace cuatro años después de prometer durante dos décadas que eso nunca pasaría

Una joven afgana, delante de casas destrozadas en Kunar durante el terremoto sufrido por Afganistán el pasado 31 de agosto
Una joven afgana, delante de casas destrozadas en Kunar durante el terremoto sufrido por Afganistán el pasado 31 de agostoAgencia EFE

Detrás de los miles de muertes, heridos, ciudades y pueblos devastados que ha sacudido el terremoto al este de Afganistán, hay una tragedia silenciada. Las mujeres afganas abandonadas tras la salida de Estados Unidos y las tropas de la OTAN, en agosto de 2021, han sido doblemente azotadas por esta catástrofe. Su dolor es fruto del desastre natural y, al mismo tiempo, de la condena a la invisibilidad sometidas por el régimen talibán.

En este tipo de situaciones, la población más golpeada siempre es la más vulnerable. En este caso, la realidad que vienen padeciendo estas mujeres se ha visto agravada aún más, si era todavía posible, este fatídico 31 de agosto.

Debemos recordar que tras la vuelta de los talibanes a las estructuras de poder del país su segregación, sometimiento y falta de libertad se ha vuelto irrespirable. Fueron expulsadas de las escuelas a partir del sexto grado, de los empleos públicos, de la universidad, obligadas a recluirse en casa, enterradas en vida, a taparse por completo (uso obligatorio de niqab o burka) y a salir acompañadas de un familiar varón, un mahram, que autorizará sus movimientos. Todo esto a pesar de la promesa manifestada por los talibanes horas después de la entrada en Kabul y del asalto al poder. Bonitas declaraciones que aseguraban su continuidad en la escuela y en los centros de trabajo, eso sí, conforme a las costumbres afganas y la ley Sharia.

«Vamos a permitir que las mujeres trabajen y estudien dentro de nuestro marco», dijo Zabihullah Mujahid, portavoz de los talibanes en ese momento. Incluso llegó a afirmar que las mujeres iban a ser muy activas dentro de la sociedad afgana en la nueva etapa del régimen talibán. Pero se les «olvidó» explicar al mundo y a ellas cuál era esa nueva etapa que tenían diseñada.

En ese momento el 40% de los menores escolarizados eran mujeres y se contabilizaban más de 100.000 universitarias según Unicef y el Banco Mundial. Había juezas, sanitarias, profesoras, trabajadoras de oenegés, periodistas y muchas de ellas sacaban en solitario sus familias adelante. Vidas normales, como la tuya que ahora mismo me lees. Hoy, cuatro años después, el 80% de las mujeres jóvenes afganas viven al margen de la educación, el empleo o cualquier formación según el Índice de género de Afganistán de ONU Mujeres.

Sus voces fueron silenciadas con tal brutalidad que ya no son visibles. En diciembre de 2022, las manifestaciones fueron cruelmente respondidas y aplastadas por el régimen con todo tipo de violaciones de los derechos humanos de las manifestantes y de castigos a sus familias. Estos días, la realidad que han venido padeciendo y viviendo ha provocado que ese «encierro» domiciliario se convirtiese en una trampa mortal en aquellos pueblos de las zonas montañosas de la provincia de Kunar. Mientras ellos se encontraban en espacios públicos, laborales o sociales, la inmensa mayoría de ellas se encontraban en los hogares sepultados.

Cuando pasadas muchas horas, en algunos casos más de 36 horas después, los servicios de rescate alcanzaron aquellos lugares remotos y pudieron acceder a las casas y viviendas derruidas, el drama de estas mujeres volvió a agravarse. Nuevamente las condenaban.

La norma de no poder tocarlas impedía que esos equipos de rescatistas, integrados prácticamente por hombres, pudiese socorrerlas y auxiliarlas. En el caso de las mujeres heridas o que necesitaban atención médica, debían aguardar a que llegase alguna mujer sanitaria para ser atendidas.

La desolación era enorme, como algunos testigos relataron a distintos medios internacionales, al ver que incluso sus cadáveres se arrastraban tirando de la ropa para no entrar en contacto con su piel.

Eran invisibles. Aguardaban y presenciaban que solo niños y hombres eran socorridos mientras esperaban algún personal sanitario femenino. Olvidadas en una esquina, fruto del «apartheid» de género al que están sometidas por el régimen talibán. Un episodio más, esta vez más cruel, se manifestaba en una situación de emergencia. Es imposible ponerse en la piel de esas mujeres. Su calvario aún no ha terminado. Llega la reconstrucción de las zonas devastadas y también ahí sufrirán la segregación y la oscuridad de un túnel que no ve el final.

Esta semana la representante especial de ONU Mujeres en Afganistán, Susan Ferguson, afirmaba que «las mujeres y las niñas volverán a sufrir las consecuencias de este desastre, por lo que debemos asegurarnos de que sus necesidades estén en el centro de la respuesta y la recuperación».

Esperemos que la comunidad internacional y la ayuda humanitaria que sea distribuida a través de las organizaciones internacionales garanticen el acceso de estas niñas y mujeres, sería imperdonable que volviésemos a fallarles. Mientras tanto, debemos seguir levantando la voz y el testimonio de daño que están infligiendo a estas mujeres y niñas en nombre de la religión. Dejen de supuestamente «proteger a las mujeres en el marco del islam», como proclaman.

Respeten su libertad y su dignidad. Para quienes todavía hoy tienen dudas, no olviden lo vivido por todas ellas en cuatro años. No seamos cómplices del abandono y olvido. Occidente las abandonó hace cuatro años después de prometer, durante otros veinte años, que eso nunca pasaría. Alguna responsabilidad tendremos.