Desde la Sala
La toga del fiscal
El fiscal respondió solo a la Fiscalía y a su defensa, preservando la jerarquía que todavía lo sostiene
El fiscal general del Estado se ha sentado ante el Supremo y ha apartado la toga que lo había distinguido. El gesto, lejos de ennoblecer, ha revelado la paradoja del poder cuando se enfrenta a su propio límite: la autoridad que se desprende del símbolo no para afirmar su dignidad, sino porque el símbolo ya no puede protegerla.
Aquella prenda, que ha sido su escudo, ha quedado reducida al testimonio de un hombre puesto en entredicho, más elocuente que cualquier defensa. Las instituciones viven de esos momentos en los que la forma cede ante la sustancia y quienes las representan comprenden, aunque sea tarde, que el poder no se conserva declarándolo, sino asumiendo el peso de sus consecuencias.
El fiscal ha respondido solo a la Fiscalía y a su defensa, preservando la jerarquía que todavía lo sostiene y esa elección ha tenido un precio: ha dejado en el aire la sensación de que la institución ha empezado a cerrarse sobre sí misma. Ha explicado que el correo que afectaba a González Amador había circulado con anterioridad por la Fiscalía y que la nota emitida por su gabinete pretendía aclarar informaciones erróneas. Y con intentona de solemnidad, ha dicho que la transparencia era una forma de servicio y que su papel consistió en mantener la fidelidad institucional a los hechos. Cada palabra parece escrita para sostener el equilibrio de una estructura que necesitaba creer en su propia coherencia.
Sin embargo, la ley, cuando se vuelve objeto de interpretación pública, adquiere otra naturaleza. Ya no protege, sino que exige rendición. La transparencia, que en teoría actúa como virtud, se transforma entonces en deber moral: no consiste en mostrar, sino en no esconder nada. La grandeza de la responsabilidad pública no está en la elocuencia, sino en la disposición al escrutinio.
Previamente, la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil había expuesto un relato sin inflexiones, enumerando horas, registros y llamadas. Ha señalado que el correo salió del ámbito de la Fiscalía a las 21.50 horas del 13 de marzo, que hubo una primera filtración durante la noche y otra, completa, a primera hora del día siguiente para añadir, al final, que el 16 de octubre, fecha en que el Supremo notificó la imputación del fiscal general, su teléfono había sido borrado y que una semana después se cambió de terminal. No hubo adjetivos ni énfasis.
García Ortiz ha asegurado que los borrados obedecieron a procesos automáticos y que el cambio de dispositivo respondió a fallos técnicos y que no existía intención de ocultar información; que la sucesión de los hechos podía explicarse sin sospecha. Sin embargo, la claridad del método empleado por la UCO volvió frágil esa defensa. El tiempo es el gran juez de los actos públicos: cuando la secuencia se cierra con exactitud, la retórica se vuelve ruido. Cuando los hechos se presentan con serenidad, lo retórico se disuelve, y la precisión adquiere una forma que sólo los hombres sin mancha ni doblez pueden sostener.
En ese contraste se ha revelado algo más profundo que una discrepancia técnica. El fiscal general habló en nombre de la institución, pero los agentes hablaron en nombre de la evidencia, y entre ambos lenguajes se desplegó el abismo que separa la función del ejemplo. Cuando los hechos empiezan a tener más consistencia que las palabras, la autoridad deja de medirse por el cargo y comienza a medirse por la memoria. Porque por mucho que el poder confíe en su rango; la verdad confía en su registro; es decir, en su memoria.
Esa memoria constituye la verdadera forma de la entereza institucional. No hay autoridad legítima sin huella moral, del mismo modo que no hay verdad duradera sin archivo. El poder que no recuerda se destruye, del mismo modo que el que se acostumbra a explicar su conducta termina por reemplazar la responsabilidad y la transparencia por la justificación, por mucho que ésta quiera revestirse de pomposas maneras.
El informe de la UCO ha devuelto a la Sala su tono natural, ese que no necesita escenografía para imponerse. La declaración de García Ortiz ha recordado la anomalía institucional en la que vivimos. Cada registro, cada metadato, cada rastreo telefónico ha recordado que el deber no consiste en declararse inocente, sino en dejar huellas limpias. El fiscal general, que había hecho de la transparencia su argumento, se ha enfrentado a la evidencia de que la transparencia exige una un rastro claro.
García Ortiz sigue con su cargo intacto, aunque su figura ha quedado transformada. Su defensa, apoyada en la transparencia, ha recordado sin quererlo –pretendía lo contrario– que la transparencia carece de sentido cuando se confunde con la voluntad de explicarse, porque la autoridad y su prestigio no se funda en la claridad de una exposición –menos aún cuándo se hace como acusado–, sino en la exactitud de la conducta.
Y al final, para el observador político queda suspendida esa pregunta que todo Estado debe hacerse: ¿cuánto de su autoridad proviene de la ley, y cuánto de la virtud de quienes la sirven? Y la toga del fiscal, callada sobre la mesa, como lamentándose porque recuerda días mejores, parecía sostenerlas. Ahora espera la sentencia, como todos, y que, con ella, comience a restañarse la herida en el corazón del Estado.