Coronavirus

Estado de alarma, día 3

Rebeca Argudo sigue narrando con humor su confinamiento

Rebeca Argudo tomando su décimo quinto café y en pijama.
Rebeca Argudo tomando su décimo quinto café y en pijama.larazon

Suena la alarma del móvil a las siete, a las siete y cuarto y a las siete y media. Me levanto refunfuñando y me arrastro mientras farfullo hasta mi nueva mejor amiga: la Nespresso. Pongo la radio y escucho las noticias. Me siento tan en los 60 que me dan ganas de preparar achicoria, pero no tengo. De hecho, no sé ni cómo es. Sigo con el café con leche en cápsulas. Menos mal que la pandemia nos ha pillado antes de que las prohíban. Que cerca ha estado Greta de hacernos más difícil el confinamiento. ¿Qué estará haciendo Greta ahora mismo? Debe estar tirándose de las trenzas, acurrucada en un sillón de firma, pensando que el coronavirus le ha robado el fin del mundo a su cambio climático y, con ello, su futuro. Espero que en Estocolmo haya buenos neuropsicólogos con servicio a domicilio. Greta Thunberg es ahora mismo la Macaulay Culkin de las causas justas. Qué ternura me despiertan los juguetes rotos, Dios.

He traído el ordenador a la mesa de la cocina para estar más cerca de la nevera. Y también porque la mesa me ha durado despejada solo 24 horas. Vuelve a estar llena de libros, cómics y papelotes arrugados. Como ninguna tragedia lo es oficialmente hasta que una moderna realiza una ilustración ad hoc que se viralice y Roy Galán escribe un poema del enter al respecto, decido entrar en las RRSS para confirmar este extremo. Y sí, tenemos ilustración dengosa y tenemos poema melifluo. “El paisaje se ha quedado vacío de nosotros” dice. Sí, es Galán. No hay duda. Podría reconocerle entre dos mil poetas de facebook. Drama ratificado, todo en orden.

Creo que sigo instalada en la fase de negación. Necesito pasar a la de la ira o se acabará la cuarentena y encontrarán la vacuna antes de que yo haya sido capaz de asumir esta pandemia. Uy, no me queda café. Menos mal que sigo en la cocina y lo tengo todo a mano.

Trabajo un rato y decido ordenar todos los libros de la casa por el color del lomo. Cuando termino me da tanta vergüenza que decido clausurar el estudio y no volver a entrar mientras dure este encierro. Por algún motivo que no recuerdo tengo una cinta de esas adhesivas negras y amarillas de precaución. La pego en el suelo y en el marco. Me hago gracia a mí misma, me vengo arriba y dibujo en el suelo con tiza la silueta de un cadaver, como en un capítulo de CSI. Hago fotos y se las mando a mi madre. No me contesta pese a que el doble check azul la delata.

Pasa una patrulla de la policía instando por megafonía a no deambular por las calles sin motivo justificado. Salgo y saludo a los agentes con la mano. En un pueblo tan pequeño nos conocemos todos y se agradece ver a alguien. Aunque en lugar de devolverte el saludo te indiquen por gestos que vuelvas dentro. Cuánta hostilidad pandémica, de verdad.

Estoy tan aburrida que decido salir al jardín y quitar malas hierbas. Quito las malas hierbas, las buenas y me cargo el sistema de riego. Le mando una foto al jardinero por whatsapp. Me contesta con un “no toques nada más. Por favor”. Vuelvo dentro y hago lo único que se me ocurre ya: preparar un bocadillo. No tengo pan. Decido hacer pan. Pongo la thermomix en marcha, busco la receta en internet, coloco los ingredientes por orden alfabético sobre la encimera. Como no tengo harina utilizo maizena. Por algún principio físico que no alcanzo a ser capaz de explicar, en lugar de masa susceptible de ser horneada para lograr un pan consigo una cantidad ingente de fluido no newtoniano que a punto está de quemar el robot de cocina. Ya no tengo ni hambre.

Echo la tarde leyendo uno de los libros que tengo pendientes, “Y Dios irrumpió de buen rollo”, de Román Piña Valls. Con una cervecita al sol, ese título y el olor del jazmín casi parece que estoy aquí por voluntad propia. Recuerdo que no y lloro un poco. Mierda, no puedo saltarme fases. Necesito mi ira y mi negación, no puedo pasar directamente a la depresión. Me seco las lágrimas y los mocos en la manga, como un niño chico, y vuelvo a la cocina. Voy a preparar una sopa.

No quedan fideos, pero queda pasta de letras. Me chifla la sopa de letras. Preparo la sopa, pongo la mesa como si tuviera invitados, como. Formo en el borde del plato la frase “semenamora el alma”, me río y como, formo la frase “si me queréis, irsen”, me río y como, formo la frase “vamos a morir todos”, lloro y dejo de comer.

Le he prometido a un amigo que no voy a salir a la calle, así que descarto ir a por el papel de fumar y los filtros que no compré ayer. Qué duro es ser honesto en los tiempos del coronavirus. Puedo hacerlo. “Puedo hacerlo”, me repito. Justo en ese momento descubro que uno de los hidráulicos del salón hace un ruidito si lo pisas. Lo piso. Lo vuelvo a pisar. Lo piso de nuevo. Salto encima a la pata coja. Salto encima con los dos pies. Pongo encima una maceta con un ficus. Se cruje. Voy arriba a por la cinta de precaución y la tiza.

No sé vosotros, yo prefiero un meteorito.