Afganistán

Los militares y la Navidad

La Razón
La RazónLa Razón

Admitida la necesidad de mentirnos para ir sobreviviendo, celebramos el fin de cada uno de nuestros años con la Navidad. Reducida a un breve y pirotécnico concurso de belleza moral, durante la Navidad nos damos por mejorados porque vemos a los voluntarios en los comedores sociales y a unos yonkis desdentados cenando consomé. Por unos instantes, el mundo, que es casi más viejo y más truhán que la Celestina, parece recién pintado. Tan aseado y benéfico que resulta un acto reparador ir a comprar un regalo a una gran superficie. Por imaginar lo que nos gustaría ser como país, la televisión conecta con los militares españoles que están en mitad de alguna guerra: fichas del Risk desperdigadas por el mapa. Llevan un trozo de patria igual que la carne del hermano lleva un trozo de familia. Al hermano, (aunque aquí siempre se choca con Tolstoi: «Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera») se le reclama feliz y discreto para un par de cenas anuales; con los militares, en metáfora, interesa la carpa, su menú de Nochebuena, el uniforme impoluto, que no falle la videoconexión y la efigie en chocolatina de Papá Noel puesta en primer plano para el reportaje del Telediario. Una realidad (de Afganistán, de Somalia, de El Líbano) acotada y digerible en esta hora postrera de felicidad. Ojalá que sus villancicos, desde un campamento afgano, acallaran las balas.