Soria

Pienso en verde

La Razón
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Lo confieso. La Tierra me parece prodigiosa. Un milagro rebosante de vida en medio del espacio inconmensurable, desolado y vacío. Lo admito. Me cautiva el vasto número de seres que pueblan el planeta, de la cuenca del Amazonas a los Andes, de la Tierra del Fuego hasta el fondo del Océano Índico, de los grandes lagos africanos a Soria y el Paraguay pasando por el Orinoco o el Mar de la China. Me resultan hermosos los titíes y los monos araña, el guácharo, los cóndores, el zopilote, el caimán, el jabalí. Las víboras y las hormigas mordedoras. Las chinchillas, el agutí, los zorrillos, la golondrina de mar, el mapache…. Incluso el pájaro Uyuyuy –cuya extraordinaria belleza dicen que habita en las planicies desérticas– aunque tenga las patas cortas, las gónadas de campeonato y un aterrizaje doloroso en sus nidos.
Creo que la vida es la luz del mundo. Me han crecido ojos de naturalista. Una de las lecturas favoritas de mi infancia fue «Observaciones sobre una estructura curiosa en la cabeza de un ágamo», del insigne John Edward Gray. Encuentro fascinante la historia de la evolución, de la inteligencia. Y me pregunto en qué acabará todo esto.
Sospecho que el ser humano no es un animal apacible y de buen carácter de esos que, con suerte, podrían terminar expuestos en el British Museum. A veces temo que, aunque el ser humano carece de dientes cuneiformes, sea más propenso a devorar que el papel de lija. En ocasiones me preocupa pensar que el ser humano, colono de toda esta belleza, no aprecie la maravilla y se limite a depredarla: pan para hoy y hambre para mañana. La historia del clásico idiota sin dos dedos de frente pero con los colmillos bien afilados. Ocasionalmente, desconfío del ser humano, un recién llegado al jardín del Edén, que se limita a mascar y a observar, con el simplón interés de un bárbaro tragaldabas, la delicada y perfecta arquitectura natural de todo lo que le rodea. Me acuerdo del mar de Aral, un mar interior situado en Asia Central, que ha sido desecado, contaminado y profanado hasta convertirlo en una charca infecta. En aras de la productividad, la industria y el progreso.
Reconozco que prefiero, con holgada diferencia, a un ecologista pelmazo antes que a un concejal de Urbanismo corrupto, aunque este último cree muchos puestos de trabajo en su pueblo. Concedo que me gusta observar cómo la humedad se ensarta «por los troncos y las ramas de los árboles, por los bejucos y por las guirnaldas de las plantas, y que el entrecruzado ramaje construya un dosel ricamente entretejido que impida el paso de la claridad diurna» –como escribiría Henry Morton Stanley– antes que no poder ver el cielo porque me lo imposibilite la contaminación del aire. Admito que me agrada poder encender la luz y calentar mi casa, pero que así y todo recelo de la energía nuclear. Soy antinuclear. Y, sí, don Alfonso Ussía: confieso que soy una «ecologista coñazo». ¿Qué pasa…? (Jo. Me estoy asilvestrando. Pero nadie es perfecto).