Sevilla
La institución rosada
Soy antiguo y creo en las instituciones. También en la libertad de cada uno para elegir el rumbo de su vida, y disfrutarlo o padecerlo. Mi padre fue un gran amigo del primer marido de la duquesa de Alba, Luis Martínez de Irujo. Se distanciaron algo cuando el duque de Alba –que lo fue como la copa de un pino–, decidió apoyar la «operación Príncipe» en perjuicio de Don Juan. De aquella amistad nació la mía con sus hijos, en especial con Carlos y Alfonso, los dos mayores. Cuando Luis Martínez de Irujo falleció en plena juventud como consecuencia de una leucemia, esa gran Casa, esa institución, experimentó un gran vacío. Años más tarde, la duquesa se casó con Jesús Aguirre, sacerdote secularizado, inteligente, culto, editor, traductor, irónico y poco dado a lo habitual. Se sentó en la Real Academia Española. Creo que encajó con la mayor parte de los hijos de la duquesa. También falleció en pleno esplendor intelectual. Y ahora se avecina el tercer marido de Cayetana, al que no conozco y del que me está por lo tanto, vedada la opinión. Sucede que una cosa es la opinión y otra la intuición, y esta segunda me alarma.
La duquesa de Alba ha superado con creces los ochenta años de vida, y su futuro marido tiene más o menos los mismos que Carlos, su hijo mayor. La prensa rosa está encantada con la boda, porque su objetivo no es otro que el chisme efímero y el cotilleo barato. No ahonda en las integridades institucionales de una Casa que es parte importante de la Historia de España. He leído que la boda será en Sevilla, donde Cayetana tiene instalada su cortesanía. Vuelvo a la institución y el respeto que me merece. La duquesa de Alba no es una noble cualquiera y del montón. Es la representante de una de las Casas más históricas de España. La Casa está por encima de las personas. Se respeta, por supuesto su libertad, pero también se duda de su oportunidad. Si lo hacen sus hijos, no nos queda otra salida a quienes no lo somos. El chismorreo quiere boda y hay alborozo general, pero a mí, tan antiguo y retrógrado, me apena el espectáculo. No le veo un porvenir claro. Ella es dueña de su vida, de su ánimo, de su cuerpo y de su libertad, pero sinceramente esta boda se me antoja rarísima. Extraña en todos sus aspectos. Los grandes modistas sevillanos Victorio y Lucchino, que además de dos artistas consumados son simpáticos y abiertos, han colaborado con la extrañeza. De su taller saldrá el vestido de novia de la duquesa de Alba, y han adelantado que encajará a la perfección con la juventud de Cayetana. Con toda cortesía soy libre de pensar que si Carlos tiene mis años, y yo me considero un individuo en el melancólico otoño que avanza hacia su invierno, la madre de Carlos no puede formar parte de eso que se llama la juventud, por mucho que se sienta partícipe de sus ventajas. La duquesa de Alba es una mujer extraordinaria que ha ayudado a miles de personas a lo largo de su vida desde el silencio y la discreción. De ser irremediable la boda, podría haberla organizado en familia y por sorpresa, cerrando las ventanas a la insaciable perversidad de los chismosos. No por ella, sino por la institución que representa, que quiérase o no, con tanto batiburrillo, chisme, adulación interesada, y curiosidad popular comprensible, un algo se quiebra. El amor es respetable. Pero también confuso, y no siempre conveniente.
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