Tokio
El terror nuclear
En «La guerra de los mundos», H.G.Wells cuenta cómo después de agotar los recursos humanos para luchar contra los invasores de otros mundos, los alienígenas descienden majestuosamente de sus naves y caen fulminados en su primer contacto con el aire insano, entreverado de la Tierra. No hay ningún hombre, ni el más feroz de todos, que sea enteramente malo, ni enteramente bueno. En nuestro currículum figuran, como diría Marina, la invención de la música de cámara y también la de la cámara de gas. Una visión armónica del universo coloca los planetas de nuestro sistema solar en las cuerdas de un pentagrama, pero la orquesta desafina y se regodea. De lo que se habla con Japón, con las nucleares y con el Apocalipsis burbujeante, es de que hay que morirse; el periódico dice, además, que hay que morirse ahora, dentro de un rato, para llegar al fin del mundo. Pero en vez de ver a Jesús en el Gólgota, entre el amor y el perdón, la televisión está pendiente de la taquilla. Los primeros 10.000 muertos del tsunami se han devaluado en tratamiento informativo, emergen tumefactos y generan, bajo la superior alarma nuclear, la misma compasión que cuando estaban vivos allí en Tokio: ninguna. En el pánico a los aviones, no es tanto la muerte lo que creemos que va a suceder sino la inminencia de ésta. Y con Fukushima, se dice que la muerte se presentará para todos antes de la cena.
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