Economía de montaña por Ramón TAMAMES

La montaña siempre ha desempeñado un importante papel en nuestro escenario histórico, pues no en vano somos el segundo país más alto de Europa (el primero, Suiza); con aproxima­damente el 20 por 100 del territorio por encima de los 1.000 metros y un 40 por 100 entre 500 y 1.000. A esa primera medición, debe agregarse el hecho de que del total de 50,4 millones de hectáreas de la nación, 26,3 millones, son de superficie fores­tal y pastizales. Un territorio muy poco valorizado, pues su producción final apenas supone 2.000 millones de euros, lo que no llega al 4 por 100 del producto final agrario, y sólo al 1,6 del PIB. Tenemos, pues, medio país en situación de muy baja rentabilidad, con serios problemas de conservación ambiental. Situación más que lamentable, a poco que se recuerden las externalidades de esa media España: bosques que generan oxígeno y que actúan como sumideros de CO2, protec­ción de suelos de la más agresiva de las erosiones y de la desertificación, recursos hidráulicos preservados, repertorio de la biodiversidad, producciones madereras y micológicas (hongos y setas), pastoreo de ovino y caprino y de todavía algún vacuno pinariego, áreas de esparcimiento y de estu­dio de la naturaleza, y muchas cosas más. Todo eso debe ser computado para general conocimiento ciudadano, con la necesidad de más racionalidad y mayor inversión. Así se intentó en los Pactos de La Moncloa (1977) en cuyo programa agrario —dirigido y en gran parte realizado por el entonces ministro de Agricultura de UCD, Jaime Lamo de Espinosa—, se incluyó la Ley de Montes Vecinales en Mano Común, para permitir mejores aprovechamientos forestales, amén de la Ley de Agricultura de Montaña, para un mayor desarrollo de las zonas más altas de la Iberia. Hoy, todo eso está en una situación de más bien triste abandono, y reclamar una mayor atención a nuestra economía de montaña constituye, pues, una obligación nacional.