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Prueba para Hamelín

La Razón
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Las tiendas de electrodomésticos suelen vender los transistores con el dial completo y la posibilidad extra, ufana, de poner en solfa nuestras convenciones con un leve juego de muñeca, de izquierda a derecha. Pero, en manos del consumidor de radio convencional, la frecuencia encalla en una parte del espectro y ahí se queda con la caducidad de una pintura rupestre. La rueda de la radio que corona la cisterna del WC o está en el podio del lavabo, donde se afeitan y peinan los días, es inmóvil, igual que la que siembra ideas nocturnas bajo la almohada. El mando de la televisión es una ruleta; el dial, una estaca. Manejar las perezosas migraciones de oyentes en busca de la palabra prometida es, en palabras de Shakespeare, «tener la fuerza de un gigante y saber utilizarla». A principios de los 90, García todavía tenía la fuerza de un gigante; levantó el campamento cuando Prisa tomó A3 radio y antes de llegar a la Cope, imponiendo a Antonio Herrero por las mañanas, dijo aquello tan cordial de: «Sólo me quedan dos opciones, o los curas o los ciegos» (la Once era propietaria de Onda Cero). Lorenzo Díaz hablaba del efecto «flautista de Hamelín» cuando una voz, con jácaras, se lleva por la oreja a una multitud y la transporta burlando fronteras ideológicas, rutinas, costumbres. Paco González y Pepe Domingo, que sin ser Lemmon y Mathau son una extraña pareja, llevan un bolsín de dos millones de oyentes en la espalda, pero su prueba es trasladarlos a todos sanos y salvos unos metros, desde la Gran Vía hasta Alfonso XI.