
Francia
Tras la batalla

Las decisiones de intervenir en Libia fueron una acumulación de improvisadas chapuzas basadas en las deserciones que el régimen había experimentado en los primeros momentos de rebeldía, creando la expectativa de que todo se vendría abajo con un pequeño empujoncito, quizás con el solo amago. Estaba dentro de lo posible, pero en la guerra se debe asumir lo peor por sistema. «Días, no semanas» tuvo la insensatez de decir Obama.
El cálculo de Gadafi no era del todo descabellado. La partida de incompetentes e indisciplinados muertos de hambre –en sentido figurado– que se le enfrentaban no tenía nada que hacer frente a sus bien dotadas fuerzas represivas. Mientras, los promotores de la intervención, partiendo de un acuerdo en apariencia restrictivo del Consejo de Seguridad de la ONU, no tendrían estómago para una guerra larga en la que sus pacifistas opiniones públicas mordieran el socorrido anzuelo de atribuirlo todo a la torva codicia por el viscoso oro negro. Irak estaba todavía caliente y Afganistán al rojo vivo, pasando, quizás, al blanco.
Mi cálculo fue que Francia, Inglaterra, EE UU, más tardíamente Italia, la OTAN, e incluso Alemania desde fuera, no podían permitirse el lujo de ser derrotados por el sanguinario y rocambolesco sátrapa de un pequeño –en población– país con al menos dos tercios de su pueblo rabiosamente en contra. Y todo ello con las mínimas –en algunos casos más– bendiciones del mundo de los hermanos árabes en el poder y las de aquellos que los desafiaban en la calle. Riesgos, ciertamente, había. Si Gadafi conseguía derribar dos o tres aviones, si lograba engañar a los atacantes provocando una espectacular masacre de civiles, si era capaz de llevar la guerra a territorio europeo, las cosas se podían haber puesto feas. Pero los mayores peligros residían en el bando al que se apoyaba: si su inutilidad llegaba a ser paralizante, si cometían desmanes, si se mataban entre ellos.
De cara a los ciudadanos la guerra tenía que ser de perfil muy bajo y de prudencia extrema. A los rebeldes había que encarrilarlos, ya que controlarlos era imposible. Todo eso significaba tiempo, pero el tiempo trabajó a nuestro favor. Sin duda, también implicaba suerte, aunque esta es triunfalista y suele favorecer a los más fuertes.
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