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Quo vadis Europa

La Razón
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Europa es un espacio, un tiempo, una historia y también debería ser un proyecto. Lo fue. Desde la cumbre de la crisis podría observarse también como la inmensa deuda, por algunos se dice incluso que impagable. Pero esta cima, desde la que oteamos los abismos que se nos ofrecen a diario, no tuvo sus orígenes en el Continente, ni en la Unión. De hecho, el espacio europeo está salpicado de huecos, de vacíos que lo forman determinadas naciones. Parece difícil entender que haya ciudadanos que prefieran comprar deuda suiza a corto o largo plazo, por la que incluso pagarán, en lugar de cobrar intereses en otras o mantener los euros bajo el colchón, como hubieran hecho nuestros abuelos. Hay que tener mucha desconfianza, miedo, incluso pánico, a que el castillo se derrumbe y no puedan salvarnos los lazos históricos, las amistades convencionales, que tanto valoraron los fundadores. Hay serias dudas sobre la eficacia de un sistema sin remedios que une a países y a todos los Continentes. Pero unos se muestran más esperanzados, como parte del Sur americano; otros, en plena ebullición, como el tan cercano Norte de África, aunque otra parte de aquel Continente esté sometida a la extinción por hambrunas y luchas tribales a los ojos indiferentes de vecinos a los que les sobran medios. Y el sistema que subyace en el orbe no deja de ser antiguo. Lo calificamos como capitalismo por rutina, pero resulta capaz de albergar políticas sin libertades democráticas, como en China (un continente en sí mismo) o países asiáticos, de un tradicionalismo tan distinto como el que va de Japón a la India. Formas de vida, tradiciones y hasta modelos resultan desiguales.
Pero Europa tiende a expandirse hacia el Este y Rodríguez Zapatero cree que la inclusión de un país islámico como Turquía nos enriquecería. No todos los europeos están de acuerdo en ello. Tal vez incrementaría cierto comercio o permitiría advertir que Europa también puede cobijar a un gran país islámico. Pero ya existen comunidades que se definen como tales. Alemania supo siempre que su expansión natural era hacia el Este, donde se encuentran Rusia y los grandes depósitos de riquezas energéticas que en estos días acaban de llegar directamente a la potencia hegemónica europea. Nadie, sin embargo, supone de momento que la unión de Rusia, aquejada de todos los males de la corrupción postcomunista, pueda significar una oportunidad en esta Unión desunida, en la que cada país, por pequeño que sea, atraviesa como puede el barrizal de la crisis con escasa confianza en un futuro común y hasta en la moneda que nos cobija. Porque, desde comienzos del pasado siglo, el bloque anglosajón, formado por los EE UU y Gran Bretaña, ha sido y sigue siendo el modelo, el tiro que arrastra el carro europeo. La unión franco-alemana no parece disponer todavía de energías suficientes, de nuevas ideas ni, a lo que parece, de solvencia económica.
Ya el general De Gaulle entendió que la expansión debía incluir a Rusia (o lo que integraba Rusia entonces, bien diferente de lo que existe hoy). Pero sabe Alemania –o se lo dirán– que la integración de Rusia, pese a que su capitalismo rampante no difiere ya tanto del que se practica en el resto del orbe, supondría un cambio sustancial en la correlación de fuerzas, a las que debería sumarse el amplio territorio en el que se asienta. Algunos de los problemas son comunes, las evoluciones históricas, no tan distintas, pero ya existe el lazo turístico con España que se incrementa. Si disminuye nuestra sociedad del bienestar, si Europa carece de un proyecto sólido y de dirigentes que la orienten, acabará convertida en refugio de turistas que acudirán a este museo en el que tendemos a convertirnos: sociedad vieja, de servicios, con escasa creatividad y pocas perspectivas de sobrevivir junto a las potencias mastodónticas, capitalistas, sí, pero a su modo. El peor de los remedios es la emigración de nuestros jóvenes más emprendedores, de los científicos más solventes. En este rincón moruno, como lo calificaba Antonio Machado, se está produciendo ya una égida alarmante, de gentes e ideas. Nuestros lúcidos políticos no han descubierto otro modo para tapar los agujeros del déficit que disminuir los recursos destinados a la enseñanza, algo que prometieron que jamás ocurriría. Con menos camareros y albañiles, con parte de la agricultura sin salidas comerciales exteriores, hemos retornado a la vendimia francesa. En la pedregosa ruta europea, con universidades empobrecidas, andamos sin abrir caminos. Lo triste es que tampoco somos los únicos.