Presentación

Días de sangre y ópera

La Razón
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Supongo que son muchas las razones por las que el cine negro tiene tanto gancho entre el público y constituye sin duda uno de los géneros que mejor han resistido las sensibles modificaciones de su tratamiento estético, el revisionismo sociológico y el paso del tiempo. Nadie discute el encanto que le proporciona al público de las salas cinematográficas el cinismo y la amoralidad de los personajes, construidos sobre un armazón psicológico de apariencia simple, pero de implicaciones a veces muy profundas, que realzan ciertos perfiles patológicos de las tramas mafiosas y subrayan el carácter singular de un apasionante surtido de tipos humanos que alcanzan el techo de su expresividad justo en ese instante de la película en el que rozan, sin remordimiento y sin asco, el rasero humano más deleznable. Hay otros encantos genéricos en el cine negro que lo hacen especialmente atractivo: la fatalidad, la fotografía rozando a veces el expresionismo sin resentirse por haberse cebado en él, una galería de personajes femeninos en los que su psicología suele ser correlativa con que a ella frente al espejo de la coqueta del dormitorio le guste su pelo recién levantada de la cama porque sabe que su conciencia, como la de las otras chicas de su calaña, suele ser la natural secuela de su fotogenia… la melancolía existencial del matón que teme que por la dureza del trabajo con sus puños pueda malograrse para siempre en sus manos la letra que conserva como un tesoro casi legendario desde los lejanos y añorados días de la escuela…

En las tres últimas décadas, a los elementos tradicionales del cine negro se ha venido a sumar la utilización de la música no sólo como elemento descriptivo, sino como referencia histórica para situar las escenas en su tiempo, como ocurre con las formidables bandas sonoras de «Uno de los nuestros», «Casino» o «Una historia del Bronx», por citar sólo tres ejemplos elegidos sin la menor pretensión didáctica. En el caso de «Érase una vez en América», Sergio Leone le encargó a Ennio Morricone una colección de partituras que por su concepción, a menudo melancólica, nos remiten con agradable falseamiento a un mundo terrible y a la vez edificante, a los días casi catequéticos en los que la Mafia era una organización dedicada a la extorsión y al crimen tanto como a la ópera y a la beneficencia… un orbe disparatado, elegante y sangriento en el que la vida se consideraba una tradición; el sueño, un desperdicio; y la muerte, una jodida y analgésica malformación del sueño.