Huelgas

Caos moral

La Razón
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En estos días caóticos que hemos pasado en Madrid con una huelga salvaje que se salta la ley y ante la que el ministro del ramo habla con la boca pequeña por si puede arrimar el ascua a su sardina electoral, lo peor, los peores, somos los ciudadanos. Es verdad que las declaraciones de los líderes sindicales del Metro no ayudan precisamente a pensar mejor de sus reivindicaciones. Con sinceridad, cuesta trabajo pensar que hayan dicho en serio que su comportamiento ha sido ejemplar, y cuesta aún más trabajo escucharles decir que sólo tratan de obligar a la Administración a cumplir la ley mientras ellos se la cargan.
No voy a entrar aquí a calcular cuánto van a perder mensualmente con la reducción de sueldos que están tratando de no sufrir porque me siento incapaz de juzgar si una protesta es aceptable o no por ese baremo. Lo sencillo es hacerlo, está claro, pero me parece un argumento fácilmente manipulable tanto a favor como en contra. Entiendo también que pretendan que el convenio colectivo sea intocable, pero seguro que miles de españoles y miles de madrileños que no han podido usar el suburbano durante dos días saben que lo es hasta que deja de serlo, porque sus empresas lo han denunciado y se ha tenido que negociar otro nuevo o ajustarse al estatuto de los trabajadores en este tiempo de crisis. Es decir, que aquí el que más y el que menos está pasando fatigas para ayudar, porque es momento de empujar todos o nos vamos a pique. Pero más allá de la discusión sindical y reivindicativa, lo peor de estos días, insisto, hemos sido los ciudadanos. Madrid ha vivido cuarenta y ocho horas de locura, de malos modos, de falta de educación y civismo. Ha dado la sensación de que del subsuelo hemos salido enfadados, cabreados, malencarados, dispuestos a enfangarnos en broncas histéricas a la mínima, a poner nuestra peor jeta con el más agrio de nuestros gestos al vecino.
Hemos asistido a codazos y empujones en los autobuses, entradas a saco sin permitir salidas, hemos visto cómo se exigía a una mamá inmigrante con un niño en las rodillas que se levantara para dejar su asiento a una señora nacional por una regla no escrita y de difícil digestión aderezada con algunos comentarios bochornosos. Hemos gritado al del coche de al lado, le hemos pitado, insultado, hemos rozado nuestro máximo grado de impaciencia justo cuando no toca. Dos días en los que nos hemos ganado a pulso andar por los túneles: a la luz del sol, no sabemos.