Nueva York

El Japón alucinado de Yayoi Kusama

El Museo Reina Sofía mira a Oriente con habitaciones infectadas de una epidemia de lunares, reflejos infinitos y muebles tapizados de penes. La obra de la artista más conocida de Japón, llega por fin a España.

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Fundido en negro. En la oscuridad se adivina la forma de la sala, las esquinas y el contorno de algún visitante estático, alguien que ya no sabe dónde buscarse a sí mismo con la mirada, alguien que realmente podría no saber dónde se encuentra si no hubiera llegado previamente hasta allí por su propio pie. Sólo son unos segundos.

Y, de golpe, la oscuridad cede de nuevo y cientos de minúsculas bombillas de colores, miles, acaso millones, una galaxia entera de puntos lumínicos se multiplican en la penumbra de la estancia, una sala infinita construida con espejos enfrentados. En ese momento y en ese espacio interminable el visitante piensa en «Space Odity», en el mayor Tom perdido para siempre en el vacío. Decía Borges en una de sus ficciones que los espejos y la cópula eran abominables porque multiplicaban el número de los hombres. Algo así sucede en «Infinity Mirror Room», la instalación más llamativa, aunque no la única pieza, de la primera retrospectiva en España de Yayoi Kusama (Matsumoto, prefectura de Nagano, 1929), la artista más conocida de Japón.

Entre Japón y EE UU
En su país es toda una institución, una creadora premiada y venerada. También en ciudades como Venecia, Rotterdam, La Haya; y, sin duda, en Nueva York, donde trató y compartió experiencias con los grandes de la vanguardia, de Andy Warhol a Donald Judd. En España era una referencia conocida por los entendidos: hasta ahora no se había hecho ninguna exposición de su obra. Feminista adelantada en un país que la asfixiaba en muchos sentidos, como mujer, como hija, como artista, Kusama voló a EE UU, y allí vivió la explosión hippie, el pop art y la investigación con nuevos lenguajes como photocollages, videoinstalaciones, happenings...

La muestra que acoge el Museo Reina Sofía de Madrid es un repaso apasionante a esa explosión de color que es la obra de Kusama, conocida sobre todo por su pasión por los puntos y lunares de colores, que salpican desde pinturas a enormes esculturas, las que elaboró durante los años 90. Sin su obra, no se entendería la de artistas como el profeta del manga-pop Takashi Murakami. Pero hay mucho más en la muestra que ayer presentó el director del MNCARS, Manuel Borja Villel, junto a Chris Dercon, su homólogo de la Tate Modern, que hace poco ha sustituido a Vicente Todolí. La Tate coorganiza la retrospectiva, que viajará a Londres en febrero de 2012; antes, habrá pasado por el Centre Pompidou de París y después irá al Whitney de Nueva York.

Caminos tortuosos
La vida y la obra de Kusama se entreveran de forma extraña, llevando a la artista por caminos tortuosos, no tan alegres como sus lienzos o grandes esculturas de calabazas: «Hubo dos momentos muy importantes para ella. El primero, dramático, fue cuando decidió dejar Japón y su familia para ir a EE UU. Sufrió una gran crisis, que afectaba al significado de la familia tradicional en Japón», reflexionaba Dercon. Fue y volvió, y a su segundo regreso a Japón, en 1973, sus propuestas arriesgadas no hallaron eco. Su negocio quebró y la frágil personalidad de la creadora se le vino encima. Ella misma pidió se internada en un hospital psiquiátrico en 1977 y allí ha vivido todos estos años.

Con Kusama ausente, Borja Villel, quiso desmitificar el encanto del malditismo: «Tal vez a veces se ha dado demasiada importancia a este aspecto de artista marginal con problemas mentales y no se ha visto la que tenía una artista a la que han reconocido como una de las más influyentes Andy Warhol o Daniel Judd». El director del Reina Sofía subrayó cómo obras como «Redes infinitas» reaccionaron al automatismo a los grandes gestos. O cómo algunas de sus piezas «inspiran un grito contra el elemento autoritario, masculino, pero también contra la fetichización de la mercancía». En sus instalaciones de espejos, subrayó Borja-Villel, «el yo casi desaparece». Un arte, en fin, «excéntrico, que se separa de la modernidad hegemónica».
Para entender esta afirmación basta ver las originales y heterodoxas series de muebles y objetos tapizados con una agresiva capa de penes de tela, sus «Accumulation Sculptures» y sus «Compulsion Sculptures», expresión del artista ante su horror a la penetración, tan incomprendidos en el Japón conservador de los años 60.

«Kusama es más conocida por sus calabazas gigantes, pero en la obra que se muestra aquí se ve cómo las semillas de éstas se encuentran en sus trabajos primigenios», explicó la comisaria de la retrospectiva. Obras como el cuadro «Accumulation of corpses» (1952) o «The woman» (1953), que ya presagiaban un mundo extraño, lisérgico, atormentado, que después devendría en explosiones pop como el fluido fucsia de «Flame» (1992), o el jardín de tentáculos rojos que surge del suelo de «The garden of regeneration» (2004). Sorprendente, como todo su recorrido que es un viaje al País de las Maravillas con algún que otro mal sueño y que demuestra que la creadora está en forma: las enormes esferas rojas colgantes moteadas de lunares blancos que reciben al visitante «Dots Obssesion», son de 2011; el fascinante salón familiar iluminado con lunares fluorescentes, «I'm here, but nothing», de 2010.

Arte atado a una camisa de fuerza
El caso de Kusama no es el único en el panorama artístico. El año pasado, el Reina Sofía cedió sus salas a la obra de Martín Ramírez, artista mexicano que nació en 1895 y vivió en EE UU recluido en varios centros psiquiátricos, pues padecía esquizofrenia. Allí realizó su obra. Como Adolf Wölfli, un prolífico dibujante con una turbulenta vida que le llevó a ser recluido en Berna. Ambos son exponentes del llamado arte marginal.

El detalle. Su propia imagen
Desde que Yayoi Kusama comenzó a mostrarse a sí misma como parte de sus experimentos visuales, ella misma ha sido parte de su obra. Entre las 150 obras que reúne esta retrospectiva hay recortes de diarios y revistas, fotos familiares, happenings en los que Kusama se graba a sí misma, y obras como su imagen moteada en «Self Obliteration» (1967) o, muy posterior, su impactante mirada en un autoretrato fotógráfico realizado en su estudio en 2009 (en la imagen).