Crítica de libros

Un juguete en la bañera

La Razón
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A Whitney Houston la han encontrado muerta en el cuarto de baño, como a Carmina Ordóñez. La bañera siempre ha tenido algo de metáfora blanca y premonitoria del féretro que viene después. Antes era un lugar privilegiado, una geografía de lo íntimo que le daba a la estancia su carácter trágico, su punto «soliloquial». Séneca aprovechó un baño caliente para hacer un último gesto filosófico y a Marat le asesinaron sin tener en cuenta sus derechos en una paradoja de la que da fe una pintura famosa. Desde el siglo pasado, que es una centuria creadora de grandes y nuevas soledades, posee, sin embargo, una cosa ordinaria, sin glamour, de accidente doméstico y ocasional, donde el forense igual acude para levantar el cadáver de Maria Callas como el de Jim Morrison. Un sitio en el que las personas, muchas convertidas en personajes por el fotomatón de la fama, se hallan desnudas de condición social, sin los falsos ropajes de la riqueza y la popularidad. Whitney, la Houston, ha aparecido ahí quizá para mostrar al mundo la plenitud dramática que envuelve las vidas envidiadas. Enseñar ese desamparo «hopperiano» que da trasladarse en limusina, vivir en hoteles y encajar palizas en silencio. Aquella muchacha del coro que llegó a cantar en los escenarios más privilegiados y rodearse de guardaespaldas, no acertó con una melodía en lo privado y ha terminado, como otras estrellas, revelando, a los cuarenta y tantos, su lado oscuro desde la camilla blanca de una ambulancia.