España
Democracia real
¿Qué se entiende por «democracia real»? Difícil cuestión porque, de una manera algo implícita, el movimiento de reacción que se está extendiendo como una ola gigante, durante estos últimos días, por toda España parece defender un modelo concreto, muy específico de democracia. «La democracia real es esto y no aquello» –parecen querer decirnos enfáticamente–. Por cuanto nos encontramos con una contradicción de base: la democracia –entendida en los términos más amplios posibles- no consiste en el derecho de todos los ciudadanos a ser iguales, sino, antes bien, en la garantía de que todas las diferencias existentes van a ser respetadas. Todo lo que no sea comprender la democracia como «derecho a la diferencia» supone caer en un proceso de «igualación», ciertamente peligroso, cuya deriva sólo puede ser la del fascismo. Desde este punto de vista, es lógico suponer que los puntos de vista desde los que enfocar el ideal del hecho democrático son múltiples y obedientes a la miríada de sensibilidades que conforman el espacio social. El tronco común de todas estas interpretaciones es ese respeto a la diferencia, a la libertad del otro. Garantizado este factor primordial, lo demás es contrastar nuestra posición con el resto de opciones a través del disenso, del conflicto, de la crítica. No puede ni debe haber un único modelo de democracia. Su realidad varía según los diferentes factores que converjan en un individuo o comunidad. Por decirlo más claramente: lo real del sistema democrático es relativo al contexto histórico – social vivido. Intentar trascender este relativismo es aspirar a un absolutismo que arremete contra los principios de la democracia. Existe, además, un aspecto que chirría dentro del argumentario sobre el que se apoyan las declaraciones realizadas desde el seno de «Democracia real ya», a saber: toda esta corriente nace como un movimiento de disidencia con respecto a los patrones establecidos por el Sistema. El problema es que algunas de las asociaciones que han servido de correa de difusión de sus diferentes convocatorias son aquellas que rechazan –en forma, incluso, de violencia verbal– cualquier acción política que no se adecue a sus postulados fundamentales. Pero hay más: cualquier programa que, por diferente, se salga del rígido y estrecho marco identificado por ellos como lo «apropiado» será vilipendiado, rebajado, estigmatizado…
Es sorprendente cómo algunos colectivos que propugnan la necesidad imperiosa de generar un nuevo modelo social son los que con mayor celeridad se prestan a rechazar cualquier movimiento que no controlen. Parece como si, en verdad, lo que les animase a actuar fuera el miedo a perder una posición de autoridad ética que ellos mismos se han arrogado y que exige de un máximo silencio alrededor. Es cierto que la democracia en España no ha alcanzado en muchos aspectos su madurez, y que, por tanto, el trabajo que resta para lograr un más amplio desarrollo es mucho. Pero este trabajo debe implicar al conjunto del poliedro de la sociedad. Si comenzamos tachando como apestados a diferentes colectivos y estamentos, mal camino llevaremos, en la medida en que convertiremos en ideal lo que no deja de ser un cuerpo mutilado.
Nada es bueno ni malo a priori; como tampoco resulta posible realizar una enmienda a la totalidad de cualquier situación. Un principio básico de toda revolución inteligente es abandonar los extremismos. Porque si, por el contrario, la acción crítica se limita a proyectar ideas polvorientas y no actualizadas, la democracia, lejos de resultar una realidad, se quedará en una peligrosa ficción, patrimonio de unos pocos.
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