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Vuelve la picaresca

La Razón
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De la picaresca pueden rastrearse parentescos en todas las literaturas europeas. Pero sólo en la española adquiere el carácter de un género nacional. Se inició con el «Lazarillo de Tormes» (1554), una vida insignificante que se cuenta a sí misma y un símbolo negativo de la España imperial de tiempos de Carlos V. Hoy los pícaros también son impostores, malandrines y granujas. Su filosofía es elemental: vivir de parásito de una sociedad en cuyas excelencias no creen. Como escribió F. de Quevedo, en España hasta los mendigos dicen: «si es de buena sangre el rey, es de tan buena su piojo».

El pícaro clásico ha sido considerado como vagabundo, cínico y estoico. Aunque, para el hispanista A. Parker, tiene más de delincuente, de trasgresor de las leyes morales y civiles y, sobre todo, de las normas sociales y valores jerárquicos que de pícaro. Es un delincuente en su forma no violenta, una especie de desarraigado social. Por el contario, el pícaro actual se caracteriza por su osadía y por sus habilidades histriónicas para cometer fechorías; también por la facilidad de encontrar el terreno propicio para satisfacer el deseo de codearse con personas importantes que nunca hubiera imaginado llegar a conocer. Y es este contacto con las clases altas a las que por necesidad sirve, el que le hace conocer sus miserias y ver la vida fríamente, sin la altura de miras del caballero andante. Y, como a la credulidad no la alimenta sólo el arribismo, sino la necesidad de salud, de dinero y buena suerte, brotan por doquier embaucadores como brotan manantiales. Por ello, abunda tanto impostor, constructor de pirámides financieras y repartidor de herencias fabulosas en esta España también empobrecida.