Constitución
Democracia sin árbitros
Como el equipo arbitral de un partido de fútbol, es esencial que los organismos de control y de vigilancia estén libres de toda sospecha para que el engranaje democrático no chirríe ni la grada se rebele. Sin independencia ni transparencia, no hay confianza, y del mismo modo que la afición se siente estafada cuando a su equipo le encajan un gol en fuera de juego, los ciudadanos abominan de aquellas instituciones que retuercen el reglamento para favorecer al Gobierno de turno. Ahí está como ejemplo la legalización de Bildu. La responsabilidad última, sin embargo, no es del Tribunal Constitucional ni de las demás instituciones de arbitraje, sino de los dos principales partidos, PP y PSOE, que las manejan a su antojo como si fueran cortijos en los que imponen el derecho de pernada: los renuevan cuando quieren, intercambian nombres como cromos y prolongan en sus zaguanes las batallas que no ganan en el Congreso. Causa estupor, por ejemplo, que el TC no haya sido renovado por la inquina personal de un dirigente socialista contra el magistrado Enrique López, cuyos méritos para el cargo son sobrados y están por encima de la media del actual Tribunal. A día de hoy, cuatro organismos de rango constitucional llevan meses empantanados en una renovación sin fecha fija. Además del Constitucional, aguardan la benevolencia de socialistas y populares el Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo y el Consejo de RTVE. Otros organismos de vigilancia, como las comisiones de la Energía, del Mercado de Valores, de Telecomunicaciones y de la Competencia han sido directamente invadidos por el Gobierno, pues no necesita el acuerdo con el PP para su renovación. Hasta el mundo del fútbol suele ser más discreto en la compra de árbitros. Tal vez porque la credibilidad de la Liga les parezca más importante que la credibilidad del sistema democrático. En vez de dotar a estas instituciones de leyes y reglamentos que garaticen su independencia, como manda la Constitución, PSOE y PP los han inmovilizado con una tupida red de normas, de modo que son réplicas exactas del Congreso, algo así como mini parlamentos que interpretan las leyes en virtud de las mayorías y no de la ciencia jurídica. Si ya es difícil creer en la existencia de la división de poderes, la colonización de las instituciones reguladoras, que arrasa los pocos reductos que pueden escapar al poder de los partidos, nos convierte en agnósticos. No se extrañen los políticos, por tanto, si cuando se cruzan por la calle con los «indignados» les espetan a bocajarro: «No nos representan».
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