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Solo ante el peligro por Joaquín Marco

No creo que el «fenómeno Garzón» llegue a formar parte de los planes de estudio de las futuras facultades de Derecho 

La Razón
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La figura del juez Baltasar Garzón ha ido forjándose a modo de leyenda. La soledad del hoy encausado, sentado en una silla a cierta distancia del tribunal que ha de emitir sentencia y decidir sobre su suerte en éste, al que seguirán otros dos juicios, produce en el público, pese a su agresiva defensa, cierto malestar, no inferior al que debió sentir, como pudo comprobarse por su voz temblorosa, al mismo presidente del tribunal al pedirle que, tras quitarse la toga, se pusiera en pie en el centro de la sala y dijera su nombre. Fue el más conocido y reconocido miembro del estamento judicial democrático español antes de ser arrojado a las tinieblas exteriores. El hecho de que el inicio de su juicio público coincida con las primeras medidas del nuevo Gobierno no resulta favorable ni para uno ni para otros. Pero la Justicia, se dice, dispone de sus propios tiempos o así parece. La prensa extranjera se ha mostrado, incluso, sorprendida. Bien es verdad que la Ley también le ampara y nadie puede resultar ajeno a ella, pero la leyenda que Garzón se forjó, peldaño a peldaño, se basó en aquella independencia que había de permitirle arremeter a derecha e izquierda, mostrar sus aspiraciones al gobierno de Felipe González y después perseguir a los GAL y dejar en suspenso una X infamante, armar más tarde el mecanismo judicial según el cual debía entenderse que ETA no era sólo la banda armada, sino también el aparato político-mediático que la rodeaba. Llegó, por otra parte, hasta los confines latinoamericanos en apoyo de las Madres de Mayo, consiguió que Pinochet regresara a su país para ser encausado y optó por una justicia urbi et orbi.

Y todo ello lo logró pisando infinitos callos y creándose toda suerte de enemigos. Resulta casi inevitable recordar aquí la sobria figura de Gary Cooper en aquel magnífico y clásico filme del Oeste en el que, abandonado por todos, logra acabar con los malos y se desprende, en la última escena, de su insignia de sheriff (¿será aquí la toga?), abandonando el pueblucho con su chica: «Sólo ante el peligro». Éste hubiera podido ser un buen lema para una vida pública cargada de honores, reconocimientos y presencia mediática. Fue también nuestra imagen judicial exterior más destacada cuando la bandera de nuestros poderes judiciales no despierta excesivos entusiasmos. Algunos entenderán que no logró superar las zancadillas que se fraguaron tras desvelar la trama corrupta conocida como «Gürtel». Pero tampoco cabe olvidar las sombras que perseguían al magistrado y que fraguaron la leyenda de que descuidaba en exceso los detalles de sus instrucciones. El mundo judicial no se manifiesta unánime al respecto. Los respetables miembros del Tribunal Supremo sabrán si fue demasiado lejos al intervenir las comunicaciones de los detenidos con sus abogados defensores. O, en todo caso, pueden sentar doctrina.

Se sabe que el Derecho, uno de los pilares básicos de cualquier civilización que se precie –sea o no democrática, primitiva o avanzada– es como una cesta de mimbre, capaz de dejar pasar siempre parte de algún líquido. Como materia humana se entiende perfectible y aún discutible. Pero un país democrático debe regirse por las normas más sólidas posibles, asentadas en las raíces de la tradición romana y cristiana, aunque atendiendo, a la vez, al mundo cambiante de un presente que nos rodea y abruma. Sobre estos procesos de Garzón, su ascensión y su brusca caída –aún desconociendo cómo acabará todo ello– se inspirarán algunos novelistas y, sin duda, se hará más de un filme. Porque, al margen de razones jurídicas que desconozco, constituye un excelente modelo de la fugacidad de los honores y hasta del hombre mismo. La historia nos ha deparado múltiples casos parecidos en otros ámbitos, especialmente en el político, no muy alejado, por tanto, del de Garzón. Conduce a reflexionar, además, cuán funesta resulta la soledad, el natural deseo de no integrarse en manada o facción, estimar en exceso el poder delegado, siempre delegado. No creo que el «fenómeno Garzón» llegue a formar parte de los planes de estudio de las futuras facultades de Derecho. Lo que sacude las conciencias de los espectadores televisivos y de los lectores de los periódicos es la soledad de un juez procesado. No es el primero ni será el último, pero pocos habían logrado un respeto tan general como el que alcanzó. Recuerdo muy bien la impresión que le llegó a causar a un siempre crítico Manuel Vázquez Montalbán y que me transmitió en conversación privada. Hará bien este Tribunal del Supremo en justificar con precisión jurídica su absolución o condena. En ello nos va también el respeto hacia instrumentos tan sensibles como son muchos de los sacrificados tribunales ordinarios que a todos atañen y que poco o nada tienen que ver con el aparato mediático con el se están produciendo los acontecimientos de estos días.

 

Joaquín Marco
Escritor