Historia

Crítica de cine

Turrón con buitres

La Razón
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Un muchacho me preguntó a qué creía yo que se debía la violencia que se ha ido instalando en la sociedad española, sustanciada a diario en peleas, homicidios, violaciones e innumerables delitos de todas las clases. Iba a darle mi opinión pero me lo pensé dos veces y cambié de tema porque temía que frente a mis ideas tuviese aquel muchacho una reacción intensa, imperativa, como otras veces recuerdo haberle visto con motivo de cualquier debate sobre asuntos menos polémicos. Él insistió en que me manifestase y yo le dije que en mi opinión hay elementos ambientales y educativos que incitan a la violencia, pero que no hay razón alguna para que los muchachos no atiendan a criterios sensatos y sean por lo menos tan cívicos como sin duda, y sin saber leer, lo son casi siempre sus perros. Al final establecimos un punto de coincidencia a partir del reconocimiento casi pactado de que la educación y el ambiente son influyentes, pero en modo alguno nos impiden tomar nuestras decisiones con un cierto margen de discrecionalidad. Escuché impasible su idea de que la violencia cinematográfica propagada por la televisión era bástante responsable de la creciente violencia generacional de muchos jóvenes. Yo jamás he creído que la televisión sea por sí misma capaz de modelar la personalidad de alguien. Antes de que la televisión sirviese de vertedero de la furia, los españoles conocimos momentos de extraordinaria violencia generalizada con motivo de la Guerra Civil y no hay evidencias de que, por la influencia del terrible espectáculo, al concluir las hostilidades, los combatientes regresasen a sus casas ávidos de pasar a degüello a sus familias. Incluso parece cierto que, en algunos aspectos, los historiadores y el cine causaron casi tantos estragos como los soldados. Miles de niños africanos asisten a diario al espanto constante de la sangre derramada en verdaderas masacres y se crían luego con principios, crecen en silencio y cuajan en hombres por lo general admirables a pesar de que en su infancia se viesen obligados a jugar sentados en el suelo al lado de docenas de cadáveres mutilados a machete, acechados por bandadas de buitres hambrientos que con el tiempo pusieron sus huevos y criaron polluelos incapaces de comer aquellos restos de carne salteados con tropezones de metralla en medio de un calor refractario y secante que volvía turrón el aliento.