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El Cairo

Egipto: Tierra de faraones en los ojos de un niño

Descubrir Egipto es una de las aventuras más inolvidables de cualquier viajero. Más aún si se hace con poco más de diez años. La mirada inocente de Alejandro y Andrés nos llevan por el Valle de los Reyes, tras los pasos de Tutankhamón, de crucero por el Nilo...

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A Egipto se vuelve una y otra vez a lo largo de la vida. Y más si se empieza desde joven. Para Alejandro y Andrés, de 16 y 14 años, el país es un destino familiar inacabable: las pirámides, la villa faraónica, el vuelo en globo sobre el Valle de los Reyes, un crucero por el Nilo, una excursión en submarino en el Mar Rojo, Asuán, que es un oasis con camellos incluidos...
Camellos hay también en El Cairo, en plena carretera de Gizeh, sorteando el tráfico «a toda caña», apunta Andrés, que está encantado con la sensación de caos que flota sobre esta ciudad desbaratada. «La mayoría de los coches no pasarían la ITV», asegura riendo.
Sin embargo, pocos metros más allá, en el elegante Mena House, todo es orden. Un ambiente exquisito recibe al visitante. Alejandro repara en una bola del mundo dorada que resulta ser un simple buzón para el correo. Todo brilla. El Mena es un antiguo palacio que fue pabellón real de caza y hoy es el mejor mirador posible sobre las pirámides. Más que un hotel es un museo de presencias y recuerdos. Desde el balcón corrido de la suite, las Pirámides se adueñan por completo del paisaje. Los chicos las observan con incredulidad. Están decididos a explorarlas todas. Y no sólo éstas, las más grandes y famosas, sino también las de Darshur, pequeñas y alejadas del bullicio, solitarias en mitad del desierto. Impresiona verlas; la negra, la roja y, sobre todo, la inclinada, por mucho que a Andrés le parezca «una chapuza, una pobre pirámide deforme que parece a punto de desplomarse». «Es como un flan medio aplastado entre la arena», puntualiza Alejandro. Sin embargo, ambos se aventuran excitados por los oscuros pasadizos de la roja, que es «un matapiernas», suspira Alejandro, exhausto. «Yo creía que se iba hacia arriba, no hacia abajo», concluye Andrés.

«arbaa isbayiem»
El camino que lleva hacia los complejos de Menfis y Sakkara atraviesa un palmeral salpicado de palomares y casas variopintas. Un oasis «más verde que Irlanda», opina Andrés, que se fija en los puestos de Policía establecidos junto a los de tomates y hortalizas. Sin poder contenerse hace coro al conductor con un contundente «arbaa isbayiem» (cuatro españoles), que deja atónito al oficial de la patrulla. Pero es ya el quinto control y se lo sabe. Alejandro se suma al coro, y por fin toda la familia. Egipto es un país seguro, o tanto como cualquier otro. Al menos, es el más vigilado.
Vigilados turistas y pirámides casi con el mismo celo, la sensación de tranquilidad es absoluta. Frente a la pirámide escalonada de Tosher, un cartelito y un guardia impiden la escalada. Alejandro se resigna. Tampoco se puede trepar a las de Gizeh, Keops Kefrén y Micerinos, que están más protegidas todavía. Lo que sí se puede hacer es explorarlas. Y ahora sí que hay que bajar y bajar, por lo menos 70 metros en la de Kefrén y otro tanto en las demás. «Vete a la de Keops, es la más cómoda», aconseja Alejandro, convertido en un experto en la materia.
Gizeh marca los confines del desierto del Sáhara, pero también los de la ciudad. De día el recinto monumental resulta casi urbano. De noche el desierto se revela como tal. El espectáculo de luz y sonido perfila a la vez la historia y el paisaje. A la salida, grupos de vendedores se afanan en el sobrevivir cotidiano. «Más barato que Mercadona», avisa el cartel de un supermercado enfrente. La ciudad bulle.
El Museo Arqueológico de El Cairo conserva muchos de los objetos de la vida cotidiana de hace más de 3.000 años. Alejandro comprueba que el tesoro de Tutankamón es tal y como lo había imaginado: «todo de oro». Sin embargo, la mejor aproximación al mundo antiguo está en la villa faraónica, un parque temático ubicado en una isla del Nilo que cuenta con actores que ejercen diversos oficios y con una reproducción de la tumba de Tutankhamón, todo bastante riguroso; un lugar excelente para divertirse y aprender antes de coger el tren para iniciar el gran viaje hacia Luxor; hacia la vieja Tebas, con el palacio de Hatshepsut y el inquietante Valle de los Reyes. Todo esto se disfruta especialmente desde un globo aerostático. Alejandro tiene vértigo, pero el vuelo es tan suave que casi ni se siente, así que sonríe y saluda a los colosos de Memnón, que ni se inmutan, y a las grandes columnas del templo de Luxor, que tampoco. También al famoso Winter Palace, un hotel decimonónico con su espléndida escalinata y un jardín impecable.
«Si me ayudas te doy comisión». Andrés se parte de risa ante la propuesta del comerciante de alfombras empeñado en venderle una a sus padres. El zoco de Asuán sabe a especias y a pan recién cocido. Asuán es un oasis, un jugoso jardín que pide tiempo. Monumentos no le faltan, como el monasterio de San Simeón, el templo de Philae o el célebre Obelisco Inacabado. Pero el principal atractivo lo capta cada viajero de forma personal. En la exuberante isla de Kitchener, grupos de estudiantes recorren el paseo al son de ritmos nubios que, en opinión de Alejandro, «son como un imán».
Navegar y aprender a patronear una faluca es otro de los atractivos de Asuán. Y más si se puede pernoctar en una islita del Nilo. «Casi no puedo esperar», asegura Andrés. Tampoco para probar los famosos helados del hotel Mövenpick, en la isla Elefantina. El Mövenpick de El Gouna, cerca de Hurghada, en el mar Rojo, es la base para la excursión en submarino, amarillo, claro, además de otras actividades acuáticas. La experiencia es inolvidable.

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