Estados Unidos
ANÁLISIS: Con la iglesia hemos topado por Michael Gerson
En política, a menudo el mensaje está en el momento escogido. El 20 de enero –tres días antes de la concentración anual pro vida–, la Administración Obama aprobó que universidades, centros hospitalarios y organizaciones de caridad católicas estarán obligadas a cubrir la esterilización, los anticonceptivos y los abortivos de sus trabajadores. Los fieles de toda condición, de estudiantes a obispos de la jerarquía católica, llegaron a Washington para ser objeto de ridículo. Los líderes católicos están aún procesando las implicaciones de la emboscada.
El presidente norteamericano ha tenido múltiples oportunidades para evitar la confrontación con la Iglesia. En el reciente fallo de la iglesia luterana Hosanna-Tabor, la sentencia del Tribunal Supremo refrenda el derecho de autonomía religiosa recogido en la Constitución. Obama podría haberla utilizado para no sacar adelante la medida. No se habría producido ninguna polémica en absoluto si el presidente hubiera simplemente declarado exentas a las instituciones y los ministerios religiosos. Pero el Gobierno insistió en que la Universidad Católica de Notre Dame y el Hospital Católico St. Mary fueran obligados a financiar el privilegio de vulnerar sus convicciones confesionales. Obama obstaculiza una confesión, mediante el más intrusivo de los medios y con objetivos estatales no muy relevantes: una mejora marginal en el acceso a unos anticonceptivos de urgencia que se pueden adquirir con facilidad en muchos sitios. En la decisión de Obama hay en juego maliciosidad y radicalismo a partes iguales, un edicto pronunciado con saña. Se trata de la maniobra más anticatólica emprendida por el Gobierno federal desde que en 1875 se propusiera la Enmienda Blaine, un mensaje diseñado para reducir la tolerancia de la opinión pública hacia el catolicismo, considerado por entonces autoritario, extranjero e intolerante. El progresismo moderno ha avanzado hasta el extremo de adoptar las posturas y los métodos de los legisladores nativistas republicanos del siglo XIX, que favorecían lo autóctono frente a lo aportado por los inmigrantes. El impacto inmediato de la medida puede medirse sobre tres caballeros. El primero, el líder académico más destacado del catolicismo, el reverendo John Jenkins, presidente de la Universidad Católica de Notre Dame. Jenkins se jugó el cuello al auspiciar el discurso de promoción que pronunció Obama en 2009, en el que prometía un enfoque «sensato» sobre las medidas de conciencia en las legislaciones sanitarias. Jenkins ahora denuncia: «No es la clase de enfoque ‘sensato' que tenía en mente el presidente cuando se pronunció aquí».
El segundo, el funcionario católico de más alto rango, el vicepresidente Joe Biden, había alentado el diálogo con la Conferencia Episcopal de EE UU. Ahora será recordado como el infiltrado católico que se prestó para violar la conciencia de los católicos. Y el tercero, el líder eclesiástico más destacado del catolicismo, el cardenal Timothy Dolan, responsable de la Conferencia Episcopal. Dolan venía siguiendo una política de diálogo con el Gobierno. En noviembre, se reunió con Obama y le aseguró la protección de conciencia. El 20 de enero, durante una conversación telefónica menos cordial, Obama confirmó a Dolan que no se haría ninguna clase de concesión. ¿Cómo defenderá ahora Dolan el diálogo?
Las implicaciones de la intromisión de Obama van más allá de las medidas anticonceptivas y van a despertar la oposición más allá del catolicismo. Las universidades y los centros universitarios cristianos se van a resistir a prestar la cobertura sanitaria de los abortivos. Obama reclama que el Ejecutivo determine las instituciones de los fieles que son religiosas y las que no y que a continuación regule de forma agresiva las instituciones que el Estado va a declarar seculares. Se trata de una visión de la libertad religiosa tan ceñida y privatizada que apenas cubre el espacio de las orejas de los fieles. La decisión de Obama también plasma una forma concreta de progresismo.
La izquierda clásica se ocupaba de las libertades para practicar creencias enfrentadas con el consenso de la opinión pública. El progresismo moderno se vale de las competencias del Estado para imponer los valores progres a las instituciones que considera retrógradas. Es la diferencia entre pluralismo y anticlericalismo. El móvil final de la Administración es incierto. ¿Ha adoptado un secularismo radical por convicción o está apelando de forma cínica a los seculares radicales (de cara a las elecciones de noviembre)? En cualquiera de los dos casos, la guerra contra la religión queda oficialmente declarada.
Michael Gerson
Columnista del «Washington Post»
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