Literatura
El mosaico la punta del iceberg
La Ley. Nada más; por Lucas Haurie
El independentista puede proclamar su ideología hasta donde se lo permite la Ley, pero ni un centímetro más allá.
En esta España de hoy falta talento y sobra capacidad de indignación. Si alguien con el incuestionable deseo de provocar no se atreve más que a convertir un graderío en una gigantesca bandera aceptada desde hace un tercio de siglo como símbolo de una región, es que anda cortito de imaginación para epatar y también de redaños para cabrear. Al Betis lo recibieron en cierta ocasión en el Sánchez Pizjuán con unas pancartas con la Giralda y la Torre del Oro dibujadas: «Bienvenidos a Sevilla», chinchaban para resaltar el espíritu burgués de los sevillistas, contrapuesto al origen rural de los béticos.
Es una pena, desde luego, que el Barcelona esté gobernado por «els tocadors de collons». Pero es más triste comprobar lo fácil que resulta zaherir el orgullo español. Quienes defendemos, con serenidad y sin histeria, la unidad de la España constitucional, no podemos llamarnos a andana cuando otros españoles exhiben un símbolo consagrado por el ordenamiento jurídico o profieren gritos a favor de la secesión de una parte del territorio, una pretensión tan legítima como improbable de llevar a cabo. El independentista puede proclamar su ideología hasta donde se lo permite la Ley, ni un centímetro más allá. Es ridículo darse golpes de pecho como un orangután a causa de una señera, por muchos metros cuadrados que tenga, cuando sufrimos sin pestañear cada fin de semana la exhibición de todo tipo de parafernalia odiosa. Y si lo que molesta es el tamaño, vale más hacérselo psicoanalizar. No sea que la aversión a lo grande sea por algún complejo.
Multitud y masa; por María José Navarro
Estas cosas terminan siempre con el personal adulto participando de ceremonias infantiles, dejándose llevar por cuatro líderes de medio pelo.
Recuerdo que hace unos años, recién vendido Torres y con la noticia de que se echaba abajo el Calderón cuando pasaran los añitos suficientes para apuntalar el negocio, salí a manifestarme contra los dos tipos requetefinos que se sientan en el palco del Manzanares. Se nos prometió que nunca las dos opciones juntas saldrían adelante, pero ya se sabe que hay gente que lleva mintiendo varios lustros y no la vamos a cambiar ahora. A lo que iba. Una de las protestas acabó en el estadio y a alguien se le ocurrió la brillante idea de hacer una cadena humana uniendo nuestras manos hasta abarcar el perímetro del campo. Gracias a la intercesión de Dirceu, un apuesto jovencito canoso, me salvó de la escena invitándome a un bar y me rescató de esas cosas tan ridículas que hacemos los seres humanos cuando somos masa. Que conste que a mí los tifos no me molestan, otra cosa es que me guste en lo que derivan. El problema de esos mosaicos no es que acaben en una estelada, ni en una republicana gigante, ni mucho menos en una catalana. El problema es que estas cosas terminan siempre con el personal adulto participando de ceremonias infantiles, dejándose llevar por cuatro líderes de medio pelo que en condiciones normales no podrían encabezar ni la presidencia de su comunidad de vecinos y que sin embargo arrastran a la grada a bailecitos absurdos, a faltas de respeto colectivas, a cánticos con maldita sea la gracia, a estupideces que jamás cometeríamos solitos en nuestras casas. Y lo que es peor: finalizan dando argumentos a los descerebrados de la acera contraria.
✕
Accede a tu cuenta para comentar