Berlín
Para una Europa libre
Magistrado de la Audiencia Nacional
Uno de los ejes del Pontificado de Benedicto XVI es la «Nueva Evangelización». El año 2012 se dedicará a ese fin y ha creado el Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización. Esto nos afecta a los españoles, como lo prueba el que, en el vuelo hacia Santiago de Compostela, dijese a los periodistas que había pensado «sobre todo en España» cuando decidió crear ese Consejo. Camina por la senda iniciada por Juan Pablo II al abogar por la recristianización de Europa.
Ambos pontífices le hablan a Europa en Santiago. Es un sitio privilegiado para recordar sus raíces y lo que el cristianismo y la Iglesia suponen para el continente. Ayer Benedicto XVI se preguntaba: «¿Cuál es la aportación específica y fundamental de la Iglesia a esta Europa?».Y la respuesta: «Que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida». Sin embargo, Europa vive una descristianización en cuya raíz está la «tragedia que en Europa… se afirmase y divulgase la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad».
Al apartarse Europa de sus raíces, la víctima es la persona: ésta sufre las «amenazas a su dignidad por el expolio de sus valores y riquezas originarios, por la marginación o la muerte infligidas a los más débiles y pobres». Los frutos de esa descristianización no son, pues, etéreos. Ahí está la «cultura de la muerte»; afecta a la educación de nuestros hijos o las consecuencias de debilitar a la familia, es decir, la institución más valorada y que vertebra la sociedad. Para sintetizar qué supone esa descristianización, empleo una palabra: tristeza.
El Papa lleva tiempo diciendo que hay una ecología humana, un ecosistema moral que exige ser respetado y que hay unos límites que la razón puede deducir. Si esto se pervierte vamos en contra de nuestra propia naturaleza, lo que genera dolor, tristeza: desde familias rotas, huérfanos de padres vivos a los que se refería Juan Pablo II, hasta la penuria económica, y aquí me remito a las palabras del Papa sobre el origen moral de esta crisis económica que tanta incertidumbre y dolor crea. He utilizado una palabra negativa –tristeza– cuando el Papa suele emplear su antónimo –felicidad–, porque la felicidad como fruto es lo que da la clave de qué es conforme a la razón natural.
En lo público, esa descristianización de Europa lleva a un laicismo agresivo y al totalitarismo. El pasado junio Benedicto XVI decía que «cuando se niega la ley natural… se abre dramáticamente el camino al relativismo ético en el plano individual y al totalitarismo de Estado en el plano político». Antes, con motivo del décimo aniversario de la caída del Muro de Berlín, radiografió la sociedad comunista: «En la dictadura comunista, ninguna acción se consideraba mal en sí misma ni siempre inmoral. Lo que era útil para los objetivos del Partido era bueno, aunque pudiera ser inhumano».
Meses después, en su memorable discurso en Westminster, el Papa dejaba constancia de cómo ese laicismo, al expulsar del debate público toda idea trascendente, lleva al totalitarismo: si lo bueno o lo malo se miden conforme a las mayorías y éstas suelen ser fruto de programas electorales vendidos mediante el márketing electoral, quien ejerce el poder marca qué es lo moralmente bueno o malo: nada le limita porque él dice cuál es el límite.
Frente a esta situación, Benedicto XVI da una solución en forma de laicidad positiva. No aboga por teocracias ni confesionalismos, simplemente dice que el creyente, la Iglesia, no puede ser expulsado de la plaza pública: hay mucho en lo que debe ser oído, porque hay problemas que las ideologías no resuelven. Sus palabras en Westminster fueron claras: la religión no es un problema que el legislador deba resolver, sino una contribución fundamental en ese debate, de ahí que afirmase su «preocupación por la creciente marginación de la religión, en particular del cristianismo, que se está produciendo en algunos sectores, incluso en los países que ponen un gran énfasis en la tolerancia. Hay quienes defienden que la voz de la religión debe ser silenciada, o al menos relegada a la esfera puramente privada».
Aún resuenan aquellas palabras de Juan Pablo II, también en Santiago, en 1982 en las que se dirigía a Europa: «Yo, obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes».
En 2010 Benedicto XVI habla otra vez a Europa: «Ha de abrirse a Dios, salir a su encuentro sin miedo, trabajar con su gracia por aquella dignidad del hombre que habían descubierto las mejores tradiciones»; esa Europa «de la ciencia y de las tecnologías, la Europa de la civilización y de la cultura, tiene que ser a la vez la Europa abierta a la trascendencia y a la fraternidad con otros continentes, al Dios vivo y verdadero desde el hombre vivo y verdadero». Esta es la aportación de la Iglesia a Europa: «Velar por Dios y velar por el hombre».
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