Crisis económica
La cepa y el placebo
Huang Ti, el Emperador Amarillo, relató hasta dieciséis mil tratamientos diferentes para atacar todas las enfermedades conocidas. La leyenda le atribuye la invención de la medicina tradicional china, bien es verdad que la mayoría de sus fármacos y remedios carecía, en realidad, de efecto curativo alguno. El placebo es aquella sustancia que, no teniendo propiedades terapéuticas, provoca alivio en la persona enferma. Bien engañado o engañándose a sí mismo, el paciente cree haber encontrado el tratamiento que su mal requería. Se siente temporalmente mejor. Pero no lo está.
La morcilla que el Parlamento acaba de meterle a la Carta Magna engorda la lista de nuestros placebos constitucionales, mandatos sin efectos reales entre los que ya se encontraban el derecho a un empleo o a una vivienda digna. En el fragor del debate patrio, los impulsores de la reforma nos han colado como argumento inobjetable que el morcilleo sería lexatín para los mercados. Venía en el prospecto. Consumada la reforma, los inversores siguen huyendo de la bolsa y dejan paso a Trichet para que sea él quien compre toda la deuda pública. La reforma no ha sido negativa; simplemente ha sido inerte. Los inversores, aquí y fuera de aquí, andan escarmentados de tanta declaración, tanto mensaje y tanto gesto. Llevamos ya tres años escuchando que ésta es una «crisis de confianza», pero la desconfianza que se percibe ahora es más pétrea y más porfiada que todas las anteriores. El virus ha mutado en una nueva cepa más resistente y más dañina. Los tratamientos conocidos para cicatrizar desconfianzas se revelan efímeros e ineficaces. Contra la cepa nueva no sirven nuestras viejas vacunas. Analistas con criterio y políticos con cargo se resisten a confesar en público que las terapias convencionales han dejado de ser definitivas. Rajoy estudia inglés para aprender a decir nada en tres idiomas y Rubalcaba anda ocupado modernizando sus listas con Guerra y Chaves. El desconcierto alimenta el desánimo. Consumimos reformas, planes de ajuste, paquetes de medidas, fondos de rescate y cumbres europeas a la velocidad de la comida basura. Y, al final, siempre estamos midiendo la economía en metros: cómo de cerca estamos del abismo.
Me pregunta un paisano si el abismo sería, por ejemplo, que los farmacéuticos no cobraran, hubiera menos profesores, a los funcionarios les bajaran el sueldo y a los viejos les congelaran las pensiones. La diferencia entre abismo y precipicio no queda clara. Salgado anunciará en breve la corrección a la baja de sus previsiones y la corrección al alza de su estimación de paro. La economía se detiene y el desempleo avanza sin que nadie alcance a saber cuáles son las reformas, los compromisos y los mensajes que aguardan, en realidad, los inversores para apearse de la montaña rusa y regresar al llano. La hipótesis más inquietante dice que ese regreso no se producirá ya nunca. Aunque el efecto placebo es el más conocido, existe también el efecto nocebo. Ocurre cuando, frustrada la expectativa de sanar, el enfermo, sin necesidad de infecciones nuevas, empeora.
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