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A una Señora

La Razón
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Reciba usted mi cariño y mi respeto. Y una profunda admiración. «A mí el atentado no me ha quitado ni una pierna ni dos dedos. Me ha quitado el alma y el corazón». Cuando usted, Toñi Santiago, madre de Silvia Martínez, su hija asesinada por los canallas Andoni Otegui y Óscar Celarain, se volvió en el juicio de los asesinos y miró a quienes le han arrebatado la vida de su niña, usted protagonizó un gesto de coraje con el que nos representó a todos los que hemos estado siempre, no en algunas ocasiones, sino siempre y siempre, en contra del aborrecible terrorismo etarra. Y en la Sala, llamó «hijos de puta» a los asesinos de su hija, que bajaron la cabeza, que no su perversidad, porque en sus declaraciones han dejado bien claro que no se han arrepentido de nada.

Reciba usted mi mayor abrazo, impreso en un papel de periódico. Sus ojos enfrentados a las miradas de los asesinos triunfaron. Sus ojos vencieron a las miradas. Usted es la mujer de un guardia civil, la madre –lo será siempre, aún cuando no la disfrute a su lado– de una niña de seis años arrasada por la bomba que ese par de cobardes hicieron explosionar junto al cuartel de la Guardia Civil en Santa Pola. Esos miserables dicen que combaten por la independencia del País Vasco. Ese par de seres inmundos cuentan con muchos apoyos. Las instituciones vascas no los consideran como usted, como yo, como la mayoría de las buenas gentes de España. Un dato, señora. Hace pocos días, el Gobierno de Pachi López ha aprobado compensar económicamente a los terroristas que han sido «víctimas» de abusos policiales. No sólo eso. La tenebrosa jueza Manuela Carmena, contratada por López para que siga recorriendo su sinuoso camino de despropósitos, ha incluido en esa relación a los terroristas que, manipulando una bomba, perecieron en su propia trampa. Y ahora compensan con centenares de miles de euros a sus familias. Es decir, Señora, que si esos canallas a los que usted hundió con sus ojos firmes hubieran muerto manipulando la bomba que asesinó a su hija de siete años, hoy habrían sido honrados con una generosísima dotación económica para sus familiares. Usted no se pasó llamando «hijos de puta» a los asesinos de su niña. Sucede que hay muchos más hijos de puta que esas dos bazofias.

En aquellas tierras, aún maravillosas a pesar de todo, han gobernado nacionalistas cristianos que han tolerado a los terroristas. En aquellas tierras, aún maravillosas a pesar de todo, han intentado algunos obispos, arciprestes y sacerdotes ubicar la Cruz del lado de los terroristas. En aquellas tierras, aún maravillosas a pesar de todo, muy pocos han tenido el coraje y la fuerza para mirar de frente a los asesinos y someterles la mirada. En aquellas tierras maravillosas, se mide y se matiza ante el charco de sangre. Y se juega a las cartas cuando uno de los componentes de la partida habitual yace con la nuca destrozada a pocos metros del bar, tirado en la calle. Aquella sociedad, o mejor escrito, una considerable proporción de aquella sociedad, vive infectada, aterrorizada por la metástasis que ella misma permitió que se extendiera por todas sus capas sociales.

A usted, Señora, le han mutilado el alma y el corazón. Pero un día se encontrará con su niña en los azules infinitos. No puede ser la vida tan injusta como para impedir ese encuentro en la otra vida que nos espera. Los que la asesinaron serán carroña. Y van a perder su juventud en la cárcel. Su juventud y su madurez, espero, con sus ojos, Señora, clavados en sus miradas de ratas cobardes.

Gracias.