China

Parecidos razonables

La Razón
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Qin Huasun era un guasón. Cuando le preguntaron qué debía hacer la ONU para frenar las matanzas en Kosovo respondió: «Nada. Los países amantes de la paz no debemos meternos en los asuntos internos de otros». Qin Huasun era el embajador de China ante Naciones Unidas cuando, en enero del 99, empezó a debatirse cómo frenar la máquina letal que era Milosevic. Con el cinismo que se presume al diplomático eludió mencionar que, para su Gobierno, paz significa silencio. El silencio de los corderos.
Estos días afloran en el debate patrio las primeras comparaciones entre la intervención que la OTAN prepara en Libia y la guerra de Iraq que secundó Aznar. Hay quien busca ajustar cuentas con los del «no a la guerra» en cuanto Zapatero avale el bombardeo de las defensas antiaéreas. Ambos conflictos se parecen como un huevo a una castaña por mucho que los dictadores sean todos almas gemelas. Como Gadafi, Sadam fue agasajado por Occidente, vivió como un emir a cuenta del petróleo y construyó su régimen despótico sobre la represión y la violencia. Masacró a los kurdos, pero eso nunca fue motivo suficiente para que la comunidad internacional se animara a descabalgarlo. Hubo que esperar a la invasión de Kuwait y a las «armas de destrucción masiva» para ir a por él, con amparo de la ONU o sin amparo. El precedente de Libia no es Iraq, sino Kosovo. La matanza de Racak en enero del 99 desencadenó dos meses de condenas y advertencias al dictador serbio. La OTAN acabó bombardeando sin el aval de las Naciones Unidas porque ni China ni Rusia veían motivos para el ataque. Tony Blair ya dijo entonces que, en su opinión, era legal cualquier acción que frenara una masacre.
Doce años después, China rechaza que la ONU avale una intervención –porque «los libios deben arreglarse entre ellos»– y los gobiernos europeos, más Obama, invocan la urgencia de atajar las matanzas. «Atacaremos si Gadafi continúa usando la violencia contra su población», dicen. En realidad, lleva haciéndolo cuarenta años. La esencia de un régimen dictatorial es emplear la violencia, explícita o soterrada, para garantizar la continuidad del propio régimen. El asalto a la sede de la Seguridad del Estado en Egipto ha revelado que había nueve mil personas en cárceles secretas sin estar acusadas de ningún delito. ¿Es esto represión? Sin duda. ¿Es más o menos grave que cobrarse cien muertos en el bombardeo a una ciudad libia? Urge que fijemos ya unos estándares: ¿cuando nos sentimos legitimados para intervenir por la fuerza? Los regímenes que matan personas en prisión aun manteniéndolas vivas, ¿deben ser también desarbolados, o sólo si amontonan cadáveres en las aceras? ¿Hace falta, para combatir la represión, que el dictador de turno exhiba su natural tendencia a la carnicería? Necesitamos un vademécum de la maldad que nos sirva para tomar decisiones rápidas, una tabla que especifique hasta dónde puede llegar la actividad criminal de un régimen despótico sin incurrir en riesgo de que la comunidad internacional se soliviante.