Roma
Callas en el Supremo por Martín Prieto
Es ególatra y su ambición no conoce límites. Más que la ciencia jurídica, a Garzón lo que le ha interesado durante su carrera judicial ha sido la popularidad, la fama. Ahora está en el banquillo
Nos ponían juntos en los ágapes y me iba confundiendo. En una cena de Luis del Olmo a famosos y periodistas me aconsejó comer poco y beber sólo Coca-Cola. Quería mantenerse por debajo de su peso. «Es que la televisión te engorda mucho». A la Audiencia Nacional no accedía por el garaje en el coche de respeto, que es lo seguro, discreto y cómodo, sino que dos veces al día subía y bajaba las escaleras de la puerta principal frente al retén de las televisores. Viniera o no a cuento, la figura del juez Baltasar Garzón acababa colándose en los telediarios. En un almuerzo con la Reina, en una mesa redonda de ocho en la que no le dirigió la palabra, Garzón me ilustró sobre los inconvenientes sociales del tabaco hasta que doña Sofía, terminado su pescado, prendió un blanco extralargo que daba humo azulado, haciéndonos la caridad del permiso a los tabaquistas.
Yo vivía cerca de la Audiencia e, invitados o no, Garzón caía por casa con otros magistrados y la doctora aparejaba comistrajos mientras conspirábamos contra los inmorales y él criticaba al Rey. Contra Pinochet o Videla vivíamos mejor; enfrentarnos al narcotráfico o a ETA era una medalla. Le regalé al juez un póster abertzale con su cara y la mía dentro de una diana. Mirábamos las «mani puliti» de los italianos y el martirio del juez Falcone, esfuerzos terminados en el primer ministro Monti y la zarrapastrosa zozobra del «Costa Concordia».
Cuando Garzón escarbaba en los GAL y la corrupción socialista del dinero y la sangre («Gurtel» es un juego de niños pijos), vendió su virginidad a Felipe González y al ser traicionado crucificó a aquel en una X; Felipe comentó: «Se va a enterar este de lo que es hacer política». Defenestró sus ambiciones Juan Alberto Belloch, el cochero de Drácula por su faz inquietante, biministro de Interior y Justicia y hoy regidor de Zaragoza. También juez, otro que tal, me citó a almorzar en un raro palacete madrileño. «Garzón no es juez; es un policía, y por ello no se entiende lo que instruye. Se dedica al toma y daca, al intercambio de cromos. Si tú me dices lo que me conviene, yo te saco de imputado y te dejo de testigo. Si me cuentas determinadas cosas yo meto tu sumario en un cajón hasta que se enfríe el infierno. No indaga la verdad y arma los sumarios casando piezas que nada tienen que ver entre sí. Los buenos abogados le conocen y echan abajo sus ilegibles trabajos de instrucción».
Cuando Garzón sacrificó a su amigo y colega, el juez Gómez de Liaño, en el altar de Jesús Polanco, las amistades naufragaron, y cuando pidió el acta de defunción de Franco se hizo necesario siluetear a la María Callas de la Audiencia Nacional. A la Callas también le falla la voz, ingería asquerosamente tenias para adelgazar mientras comían en sus intestinos, y perdió la protección de Onassis, como Garzón la de Moncloa. Es ególatra y de ambiciones desmedidas. Como Moreno Ocampo, el argentino mersa y chanta (no fiable en lunfardo), quiso la fiscalía de la Corte Penal Internacional y, palurdamente, la perdió por falta de inglés.
Capitán América
Negoció su biografía con Pilar Urbano y constatamos que el juez «superstar» también era un vulgar pesetero. No le interesa la ciencia jurídica que no tiene, sino la popularidad, el efectismo del cucañista. Los Derechos Humanos sólo los atiende para crear una red internacional clientelar en la que asesora al Gobierno colombiano, a la OEA, a la Corte de Roma o al Tribunal de La Haya, con financiación y apoyo socialista. Superman, Batman, Spiderman, el Capitán América y El Guerrero del Antifaz. Pero, sobre todo, el que depone ronco en el banquillo del Supremo es María Callas. La izquierda sin causa ni atributos resulta patética jaleando a este astuto gañan con puñetas.
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