Dubai
Los antípodas
Ya se sabe que antípoda es el que vive en un lugar del mundo opuesto al propio, y etimológicamente, aunque no lo tengo confirmado, debe de significar que pisa al revés que uno; parece un disparate, pero cuando se llega allí el disparate más evidente lo constituye el viaje.
Mireya tenía el capricho de conocer, en su propia salsa, a esas gentes que viven del revés, así que me animé a organizar una cacería en Nueva Zelanda en pos del tar del Himalaya y del rebeco alpino que llevan más de un siglo viviendo en los Alpes neozelandeses, en completa libertad.
Mi querida costilla, que domina los ordenadores y otros ingenios electrónicos se ocupó de obtener los billetes, pero como mantiene serias dudas sobre la puntualidad de las compañías aéreas y temiendo que perdiéramos la conexión en München, adelantó el vuelo a esa ciudad consiguiendo alargar el viaje en dos horas y todo ¡por el mismo precio!
Media vida a bordo de los aviones y aterrizamos en Christchurch: por fin hemos llegado. Estoy tan molido que no me asombra constatar que los neozelandeses no pasean cabeza abajo como correspondería por su situación geográfica.
Este país está poco poblado, cuatro millones en total de los que tres viven en la isla norte o en el mar que la rodea, pues una de cada cuatro familias posee una embarcación. La sur es un delicioso desierto que unos pocos humanos comparten con multitud de ovejas merinas, vacas de distintas razas y venados de variadas especies.
El paisaje es una sucesión constante de explotaciones ganaderas, divididas en potreros delimitados por hileras de árboles y setos arbóreos dispuestos para cortar los fuertes vientos que asolan esta llanura. Como ya he dicho, a veces pastan vacas, casi siempre ovejas y muy a menudo ciervos que crían por su carne y para la producción de cuernos, que cortan en correal y venden a los chinos, quienes les atribuyen virtudes afrodisiacas. Los desgraciados ignoran que «de lo que se come, se cría».
Unas horas de conducción reposada y llegamos a nuestro destino, la cordillera que tiene su cúspide en el monte Cook.
Seré breve con la cacería: sólo recordar la hierba muy alta y basta, y un matojo, llamado «español», cuyas hojas son como puñales. Comparada con él, la vegetación del desierto de Sonora, que hasta el momento consideraba la más dañina, es suave como el algodón.
Como suele ocurrir, los guías apuraron demasiado el tiempo y el regreso lo hicimos de noche y sin linterna; gracias a que tengo pie de mula manchega no tropecé ni una vez. Ya en la casa, tomamos un excelente solomillo de gamo perfectamente en su punto al que acompañaba un pinot noire aceptable.
Al día siguiente, salimos temprano tras un soberbio desayuno; la cacería podrá ser una incógnita pero el deterioro de la línea está asegurado.
Trepamos como sherpas y allí arriba conseguí el tar, cabra con una aureola de pelo alrededor de la cabeza que le da figura de ángel caído.
A las siete de la madrugada ya estoy como un perro bien educado, con la correa en la boca, esperando que me saquen a pasear. Al cabo llega el helicóptero y Mireya, el cazador profesional y yo nos subimos inmediatamente.
No hay sendas ni modo de trepar hasta las cumbres donde habitan los rebecos y se utiliza el transporte aéreo para alcanzar la zona de caza. Recorremos varias crestas y como el aparato es pequeño, el viento considerable y los abismos espeluznantes, me alegro mucho cuando al fin descendemos en la cabecera de un valle glaciar, a 1.500 metros de altitud, para recechar cuesta abajo. El sitio es imponente, crestería de granito teñida de blanco por la nieve y laderas uniformes cubiertas de hierba bastante alta.
La cacería terminó felizmente y con un ganchudo antilopino neozelandés que añadir a sus congéneres europeos. Al acabar, el teléfono sirvió para que regresara la libélula mecánica a recogernos y devolvernos a nuestro hogar.
Rematamos el viaje con visitas a varias bodegas por el sur de la isla. Sin chovinismo alguno y sin tener que proclamar mi condición de riojano, puedo asegurar que para catar buenos vinos aconsejo conocer Haro antes que Nueva Zelanda. Y está más cerca.
Al regreso, en el aeropuerto de Dubái, además de comprobar el afán compulsivo de comprar que acomete a los que viajan, descubrimos un centro de masaje y aprovechamos la ocasión para rehabilitarnos de tantas horas de vuelo. Las empleadas son tailandesas –no podían ser de otra nacionalidad–, pero supongo que las afamadas de Siam con sus ribetes eróticos serán de condición más dulce, pues las que están establecidas en Dubái tienen dedos como martillos pilones.
Mireya sintetizó la excursión:
–Demasiado viaje.
✕
Accede a tu cuenta para comentar