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El mendigo en exposición

La Razón
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El invierno pasado, mi ayudante y yo, sacábamos al perrillo, llamado Tirso, a pasear de noche por la Plaza de Santa Cruz. Porque he vuelto a vivir en el Madrid de mi niñez, y estoy rodeado de prestigio histórico ciudadano. Lo que después sería mi casa, antes fue el famoso «Mesón de los Huevos», central mayorista, al que acudiría la Fortunata de Galdós, para hacerse con su mercancía. Y más abajo, el taller personal de Velázquez, que no estaba de continuo en el Alcázar, pintando enanos y meninas. En la acera de enfrente, hubo un teatro famoso, en el que se producía «género chico». A principios del siglo XX, la calle se remodeló, y en la casa de estilo modernista, frontera a la mía, también tuvo su taller Romero de Torres, al que acudía muy asiduamente Valle-Inclán, según me contaron unos viejos vecinos.Rondando por la Plaza de Santa Cruz, con el perrillo Tirso, siempre a eso de las 12 de la noche, nos hicimos amigos de un mendigo, que dormía en los soportales, envuelto en cajas de cartón. Llevaba cantidad en su carrito de niño, que recogía en la plaza de Pontejos o en «El corte inglés». Era muy precavido, muy apañado; dormía en su refugio de cartón, acompañado de una perra parida, con su cachorrillo. Otros hacían lo mismo, dormían entre cartones, y era deprimente a la vista tanto miserable «castillo de cartas», para los que ya «han perdido la partida» irremisiblemente. Tuve, de repente, una inspiración:–«A usted lo que le convendría sería una especie de fuelle, de material impermeable y térmico, que pudiera cargarse como una mochila y se desplegara en un instante. Si yo fuera el alcalde, pondría en obra una iniciativa, que podría causar sensación: Ofrecería a los mendigos un dormitorio transportable, uno de esos gusanos, impermeables y térmicos, decorados, por un procedimiento serial, con bocetos de los más notables artistas, que no se negarían a exhibir su talento decorativo en el envoltorio protector de un mendigo. Yo conozco a algunos, que son amigos, y les encanaría participar en ese concurso. Ellos regalarían la idea, el proyecto, que después se realizaría, usando la serigrafía, la fotografía y otros métodos pertinentes. Cada saco de aquellos, una obra de arte, que los paseantes de la noche irían descubriendo, con linternas y en silencio, para no despertar al dichoso durmiente.–«En mi portal» –diría un vecino– «duerme una obra de Antonio López, que representa un triste suburbio al atardecer, con la Telefónica a lo lejos, que recoge los últimos rayos del sol. Es una obra maestra. Mis invitados de la noche dejan unos euros en el bolsillo de las limosnas al arte nacional, y hasta llaman al ocupante para ofrecerle un trozo de tarta». – «Pues en mi portal tengo, nada menos que un Tapies. Y sólo representa lo que es, pero con la mancha de un bote de pintura roja, que le ha arrojado con la mejor de las intenciones metafísicas, y luego una cruz negra muy al desgaire. Está muy bien, parece el humilde sarcófago de un albañil de las pirámides, y da qué pensar». –«Pues en el vano de una mercería, a cuatro pasos de mi casa, se puede admirar, por la noche, una obra de José Hernández, toda poblada de bichos raros, algunos en descomposición, algo de todo punto espantoso, si fuera verdad, aunque lo parece. Se ven escarabajos con trompa y hasta un gusano larguísimo que se encarga de arrastrar un pesado tintero con pluma de ganso». Se organizarían expediciones nocturnas para visitar a los mendigos durmientes de Madrid. Se harían famosos en Europa y América, se les dedicarían reportajes en todas las revistas de arte. El mendigo intervino: –«Y si alguien me ofreciera un pastón por mi fuelle artístico, ¿se me aceptaría realizar esa operación?» –«Yo que usted, no lo haría enseguida, gozaría por mucho tiempo de un caparazón tan prestigioso, durmiendo en la calle, recibiendo curiosas visitas de admiración, como un "mendigo rico virtual". Un estado civil envidiable, para tiempos de crisis».