Historia
OPINIÓN: Benedicto XVI y Europa
Cuando el Cardenal Ratzinger adoptó como Pontífice el nombre de Benedicto, adujo dos razones: vincularse a Benedicto XV, «intrépido y auténtico profeta de paz» que inició su pontificado a la vez que estallaba la Primera Guerra Mundial; y a San Benito de Nursia, copatrono de Europa, que gracias a la labor de su orden en la difusión del cristianismo en Occidente, «constituye un punto de referencia fundamental para la unidad de Europa y un fuerte recuerdo de las irrenunciables raíces cristianas de su cultura y civilización». Desde entonces, uno de los ejes teóricos centrales en sus intervenciones públicas como Papa ha sido el de profundizar en la visión de la identidad y raíces cristianas de Europa, expresadas en dos rasgos fundamentales: la presencia pública de la fe y el necesario diálogo entre fe y razón.
Para Benedicto XVI, Europa es una realidad histórica y moral, más que geográfica, asediada por una profunda crisis cultural, política y religiosa. Ya en marzo de 2006 dijo con claridad en un discurso a los miembros del Partido Popular Europeo que era un signo de inmadurez, e incluso de debilidad, relegar la religión a la esfera de lo privado, porque de esa manera se excluye del foro público el necesario diálogo con la tradición histórica y religiosa. Entonces, como en su encuentro reciente con los políticos en el Westminster Hall, donde fue sentenciado a muerte Tomás Moro, reivindicó el legítimo papel de la Iglesia como interlocutor válido en la defensa de los que denominó «principios innegociables» de la vida pública (la defensa de la vida humana en todas sus fases, el reconocimiento de la estructura natural del matrimonio y la familia o la tutela del derecho de los padres a educar a sus propios hijos). «La religión —acaba de decir a los británicos— no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional.
Desde este punto de vista, no puedo menos que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia. Hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie, o al menos que se relegue a la esfera meramente privada. Y hay otros que sostienen —paradójicamente con la intención de suprimir la discriminación— que a los cristianos que desempeñan un papel público se les debería pedir a veces que actuaran contra su conciencia».
Esos signos de preocupación tienen una de sus raíces en la quiebra de la relación entre fe y razón, parte esencial de la herencia cultural europea. El Sumo Pontífice ha mostrado en numerosas ocasiones cómo la cultura europea surge del encuentro fecundo entre fe cristiana y pensamiento filosófico griego. «La fe cristiana —ha dicho— no es un impedimento, sino un puente para el diálogo con los otros mundos. No es correcto pensar que la cultura puramente racional, gracias a su tolerancia, permita un acercamiento más fácil a las otras religiones. La pura racionalidad separada de Dios no es suficiente, sino que es necesaria una racionalidad más amplia, que vea a Dios en armonía con la razón; debemos mostrar que la fe cristiana, que se ha desarrollado en Europa, es también un medio para armonizar la razón y la cultura».
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