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La bomba del pozo

La Razón
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No tengo mucha fe en los sexólogos. Comprendo que hacen su labor y que le ponen interés, pero yo siempre he pensado que para mejorar las relaciones sexuales en lo que hay que inspirarse no es en los apuntes tan científicos del sexólogo, sino en como lo hacen los iletrados cerdos en su establo. Muchas parejas fracasan porque se entienden mal en cama y otras se resienten por culpa de un colchón mal elegido. Hay fracasos sexuales incluso pintorescos, como el del matrimonio que disfruta sólo en el caso de que ambos imaginen que están en cama con un desconocido. O como disfrutaba aquella amiga mía que gozaba pensando que en ese momento su marido le estaba poniendo los cuernos a su joven amante. A una señora de la buena sociedad compostelana le escuché decir de madrugada en su cama que lo que le encendía el cuerpo era la certeza de estar haciendo algo que si se supiese en el hoyo siete del golf de La Toja podría perjudicar seriamente su reputación. En realidad nunca disfrutó en serio de las enormes posibilidades que se le abrirían si tuviese una mente que comiese de todo. Su conciencia le impedía hacer cosas que sin embargo le permitía su cuerpo, de modo que en el momento crucial, cerca del éxtasis, imaginaba que su postura en cama era la misma que en el reclinatorio de la iglesia y entonces todo se venía súbitamente abajo. Tenía también un problema de vocabulario. No llamaba a las cosas por su nombre funcional, sino por su referencia científica. Suele ocurrir que muchas mujeres se frustran en cama por la sencilla razón de que no se atreven a pronunciar en voz alta las cosas que en cambio gimen sin rubor. Se atreven a cualquier novedad, incluso a variantes acrobáticas, y sin embargo se quedan paralizadas por culpa de su remilgo gramatical. «Ya sé que eso se llama así, cariño, pero yo no puedo pronunciarlo; es como si su nombre vulgar no me cupiese en la boca, cielo. Compréndeme, por favor. Puedo hacer contigo lo que quieras, pero no me pidas que después intente leerlo». Aunque el somier era de garantía y nos entendíamos bien, al final nos distanciaron su pudor y la semántica. Su terminología no era coherente con la mía y en nuestra afinidad se entrometió un insalvable problema de vocabulario. ¡Lástima! Aquello salió mal porque mientras yo pensaba en los elementales e iletrados cerdos del establo, ella se abstraía en la estival evocación de su casa de campo e imaginaba el funcionamiento de la bomba del pozo. Nunca abrigué la menor esperanza de tener con ella un orgasmo al mismo tiempo. En realidad nuestro mayor logro sexual habría sido sin duda la decisión de compartir a oscuras la traducción simultánea.