Ciencias humanas

Los límites morales de la ciencia

El nuevo siglo comenzó con el proyecto más ambicioso de la historia: la secuenciación del genoma humano 

Los límites morales de la ciencia
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Ciencia y ética. Tras un rápido repaso por esta década a la que decimos adiós, podríamos imaginarnos a ambos conceptos echando un reñido pulso de resultado incierto. No debería ser así, teniendo en cuenta que términos como «ética científica» están en boca de todo investigador. Pero lo cierto es que su significado roza la abstracción. Y es que, desde que diera comienzo el siglo XXI, el ser humano nunca había estado tan cerca de emular a Dios.

Esta nueva era no pudo empezar de forma más ambiciosa. Sucedió el 12 de febrero de 2001. Por un lado, el británico Francis Collins, al frente del consorcio Proyecto Genoma Humano; por otro, el californiano Craig Venter, al frente de su empresa Celera Genomics. Estas dos plataformas de investigadores presentaron el proyecto científico más prometedor de la historia: la secuenciación del genoma humano. Al principio llegó la decepción, pues descubrimos que teníamos unos 30.000 genes, un tercio de lo esperado, y apenas 11.000 más que algunos gusanos. Sin embargo, poco después nos topamos con la complejidad de nuestras proteínas, lo que nos diferenciaba de otras especies.

En 2003, el atlas de nuestro ADN escribió su última página. Aprendimos que las enfermedades no sólo estaban escritas en los genes, sino que nuestro entorno y alimentación son factores de riesgo. O que nos asemejamos más de lo que pensábamos al ratón o al chimpancé, con los que compartimos más del 95 por ciento de los genes. Pero nos queda todo por ver.

Conocer el mapa genético nos permitió soñar con la «medicina a la carta». Y, en este contexto, se alzó la medicina regenerativa. O lo que es lo mismo, la creación de sustitutos biológicos que restauren la función de órganos y tejidos dañados, basado en el uso de células madre procedentes de embriones. La polémica ya estaba servida. Por un lado, los defensores de la técnica argumentaban que estas células se extraían de embriones descartados por parejas que acudían a clínicas de fertilidad y que, de no destinarse a la ciencia, su fin sería la congelación indefinida o la destrucción. Por otro, los detractores consideraron que el embrión es la primera forma de vida humana y que, por tanto, el avance científico no podía acarrear su eliminación.

Inventar el hombre


Había que posicionarse en uno u otro bando. Sobre todo porque ya estaba en boca de todos la palabra maldita: clonación, al menos la terapéutica, un hecho incluso en nuestra legislación: el Gobierno aprobó en 2007 la Ley de Investigación Biomédica, que permitía esta práctica. Con todo, surgieron hallazgos que podían esquivar la controversia. Así, en 2007, dos equipos científicos lograron crear, a partir de células de piel humana, células madre como las embrionarias. Eso sí, sin utilizar embriones. El último hito se produjo en mayo de 2010. Craig Venter volvió a acaparar portadas cuando anunció que, tras 15 años de trabajo, su equipo había fabricado en un laboratorio el ADN completo de una bacteria. Por vez primera en la historia, el ser humano había logrado crear vida artificial sintética. Venter lo había conseguido. Si no alcanzar la divinidad, si al menos jugar a ser Dios. Ahora, sólo nos cabe fantasear con lo que nos deparará una década que promete ser apasionante.