Historia

Oviedo

El Niño

La Razón
La RazónLa Razón

Dios, en la interpretación abstracta, es una ilusión desfigurada. Para muchos, Dios es un salvoconducto hacia lo desconocido, eso que puede ser o no, lo que llamaba el padre Ramón Ceñal, aquel jesuita místico y santo –no siempre la mística y la santidad van de la mano–, el Misterio. –Todos vamos hacia el Misterio, eh–, porque el padre Ceñal culminaba siempre sus palabras con el mismo remoquete. El Padre Ceñal, asturiano, hermano de un sacerdote jesuita y de otros cuatro hermanos torturados y asesinados por el Frente Popular en Oviedo –el menor de ellos con 16 años–, era para José Antonio Muñoz Rojas, el escritor inmenso, «la paz que goza en el Misterio». Así lo definía: «Humilde, se creía avena en los trigos, cuando era el trigo más rico y limpio del campo. Flaco, podía con todas nuestras carencias. Débil, con nuestras flaquezas. Siempre nos preguntamos cómo aquel cuerpecillo de nada alimentaba tal fuerza de espíritu».

Al padre Ramón Ceñal le seguía la inteligencia. A su lado Muñoz Rojas, y Antonio Garrigues Díaz Cañabate, y Julián Marías, y Lora Tamayo, y Juan Lladó, y Alfonso Querejazu, el curantón vasco y formidable que reunió en las «Conversaciones de Gredos» –López Aranguren incluido– a los talentos necesitados del Misterio. Y aquel padre Ramón Ceñal, que consideraba la casa de los Hornedo Muguiro como la suya propia, en la Misa de Nochebuena, alzaba al Niño, y lo mantenía con un vigor milagroso en lo alto, y sonreía, y dejaba pasar los minutos mientras contemplaba la imagen de Jesús recién nacido, y musitaba «Tú eres el Misterio, la luz del Misterio, nuestra alegría, nuestro consuelo, nuestro hogar, eh». Y cuando cedían sus brazos al peso de la imagen y la devolvía al altar, al padre Ceñal le brillaba la mirada. Y yo me preguntaba año tras año: ¿cómo es posible que su inteligencia tenga fe y la mía, insignificante al lado de la suya, no salga de sus dudas? Y acabada la Misa se lo decía: –Padre, para usted el Misterio no es tal. El Misterio es para mí–. Y no le concedía importancia al desbarajuste anímico de los demás. –Bueno, bueno, todo llega en la vida si se busca, eh–. Y aún le quedaba el brillo de la mirada al Niño.

No hay Nochebuena que me olvide de sus nochesbuenas. Tiritaba de frío y de emoción. Me casó, bautizó a mi hijo mayor, y cuando se abría el espacio de la libertad en la vida de España, él se marchó con la suya al Misterio. Guardó los secretos más escondidos y jamás le concedió a su vida ni un segundo de vanidad e importancia. Tradujo a Kant, interpretó a Caramuel y trotó sobre la mula de San Juan de la Cruz. Profundizó hasta el límite del espanto en las simas y las cimas de la Teología, y ofrecía sus convicciones y sus creencias con la seca rotundidad de los elegidos. Nunca el tópico o el lugar común del religioso empalagoso. Su voz, que se afligía más cada día que pasaba en nuestro mundo, se rebelaba fuerte y convincente cuando la estupidez le irritaba. Comprendía la duda del Misterio porque él no la tenía, ni le agobiaba, sino todo lo contrario. Y una vez cada año, cuando nacía el Hijo de Dios, sus brazos de caña herida, de junco maltrecho, se reforzaban para llevar hasta lo más alto la imagen del Niño Jesús. Y ahí se transfiguraba. –Este Niño es nuestra esperanza, eh–. Y estallaba la Navidad. Y se creía avena entre los trigos. Felicidades a todos.