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La Razón
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México celebra estos días el Bicentenario de su independencia conmemorando aquel adelantado movimiento del 16 de septiembre de 1810 en que se levantó en armas en el pueblo de Dolores, Guanajuato, un reducido grupo de ciudadanos comandado inicialmente por Ignacio Allende y que encontró en el cura Miguel Hidalgo el líder natural, valorado no sólo por su educación liberal sino también por la simpatía y ascendiente que tenía entre los habitantes de la región. No puede decirse lo mismo respecto a sus autoridades eclesiásticas. Aquel reducido número de hombres armados se dirigió hacia San Miguel el Grande, en dirección a la Capital del Virreinato. Las crónicas hablan de la anexión de miles de mexicanos conforme avanzaban. Llevaban como estandarte la imagen de la Virgen de Guadalupe que, desde esos días, se convertiría en icono de los insurgentes.
La Embajada de México en Madrid ha organizado al efecto una serie de actos y exposiciones que yo considero especialmente importantes por el mensaje que aportan en estos comienzos del siglo XXI. Los levantados en Dolores lo hicieron gritando vivas a Fernando VII y mueras al «mal gobierno» del Virreinato. Y hoy, objetivamente, las nuevas y brillantes reinterpretaciones históricas profundizan en las causas del descontento de aquellos ciudadanos. Porque al final del siglo XVIII Nueva España gozaba de una clara prosperidad económica fruto del esfuerzo de sus pobladores en la agricultura, la minería y el comercio. Pero las constantes guerras en las que se vio involucrada España por el nuevo orden surgido tras la reestructuración del imperio inglés y del expansionismo imperialista francés, exigieron esfuerzos económicos mas que importantes. El mismo año en que Carlos III mandaba una expedición para reconquistar Menorca a los ingleses –1781– se establecían en México y demás virreinatos los «préstamos forzosos» y los «donativos graciosos». En 1804 la Corona aplicaba en América la Real Cédula de Consolidación de Vales Reales que afectaba directamente a bienes de la Iglesia católica. Una fuerte expansión demográfica a comienzos del XIX vino acompañada desgraciadamente de sequías y cosechas perdidas que ocasionaron escasez en los abastos, con el consecuente desabastecimiento de los menos privilegiadas debido al aumento del precio de los granos, lo que entrañaba hambre en amplios sectores de la población. No fue difícil para Hidalgo incorporar a estos descontentos a su movimiento.
Por supuesto, hay otros factores que confluyeron en aquel y en otros movimientos emancipadores. En el fondo subsiste el convencimiento de que la España metropolitana no podía dar respuesta a las necesidades de seguridad y de vida de aquellas poblaciones. Lo resume perfectamente Brian Hamnett: «La independencia es consecuencia de la disolución de la monarquía hispana que estaba en proceso de desintegración y disolución antes de 1808». Cuando algunos historiadores creen que en el debilitamiento de nuestro imperio influyó la tardía formación del ejército virreinal en tiempos de Carlos III, inicialmente diseñado para ser mandado por oficiales y tropas europeas, yo anoto otra constante que se ha repetido posteriormente en imperios como el francés o el inglés. Cuando unos jóvenes oficiales luchan por la libertad e independencia de su metrópoli –en nuestro caso en la Guerra de la Independencia contra las tropas de Napoleón– reclaman después para sus regiones los mismos derechos. De ahí surgirían los líderes militares que conseguirían la definitiva independencia americana. Véase por comparación, quienes dirigieron los movimientos emancipadores surgidos tras la II Guerra Mundial en la India inglesa o en el África francesa.
Si hay una palabra que defina este periodo, ésta es la de complejidad. Pensemos antes y después del grito de Dolores, cómo se vivieron en Nueva España las noticias de las Capitulaciones de Bayona, del levantamiento del 2 de mayo, la victoria de Bailén, la nueva alianza con nuestra enemiga ancestral Inglaterra. Cómo se recuperó ilusión en las Cortes de Cádiz, cuando se hablaba de «la gran nación española de tres hemisferios» que recogería la Constitución de 1812. Cuando se analizaban formas diversas para recomponer aquel imperio que oscilaban entre la autonomía, el federalismo o la creación de estados soberanos dentro de una amplia monarquía. Todo se vino abajo en 1814 cuando Fernando VII suspendió todo el ilusionado edificio liberal construido en Cádiz. Aquel sexenio absolutista que siguió, fue definitivo para las élites emancipadoras de los virreinatos. Cuando en 1820 se recupera durante tres años el espíritu de Cádiz, ya es tarde. Se podrán contener por victorias militares ciertos movimientos. Pagarán con su vida muchos levantados. Pero la semilla está bien arraigada, y surgen otros.
Las reflexiones de hoy deben servir para reflexionar, no para juzgar y condenar. La objetividad y el profundo análisis histórico deben llevarnos a superar reticencias y a tratarnos como hermanos. Siempre debemos preferir a los que construyen puentes, sobre los que cavan trincheras.
Que el Bicentenario de la Independencia de México sirva de puente, sirva para conocernos y respetarnos mejor y que nuestras relaciones no se ciñan tan sólo a las playas de Cancún o de Cozumel, porque demasiados lazos de sangre, religión y lengua nos unen como para dejarlos en el olvido, cuando no en la inquina. ¡Gracias México, gracias a su embajada, por ayudarnos a recordarlo estos días!