Barcelona

Las flores no se comen nene

La Razón
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Basta pasar una temporada en el hospital jugando al ajedrez con la parca para volver del colapso y reafirmarse en la fatuidad del mundo, la inutilidad de las ambiciones y hasta la estupidez de las pequeñas cosas. Con el pensamiento general a niveles de acequia, contemplas los boqueos cenagosos del verano más triste en el antepenúltimo diluvio que nos llega, donde sólo ves en las playas a gente dando saltos vociferando en una bailona melopea apocalíptica o con las palas y cubos recogiendo los lodos de la riada. Me pregunto si acabarán despachurrados entre el limo todos los libros de autoayuda y búsqueda de la felicidad con que llena el capazo la gente sensible para leer en vacaciones. ¿Y las flores? Preguntará el poeta abrazado a su regadera: ¿Dónde han ido a parar las flores?
Pues por lo pronto la Unión Europea trata de definir la naturaleza de las flores, más allá de todas sus evocaciones líricas, considerándolas un producto no comestible. Una medida de la que parece se va a hacer eco la Generalitat catalana y que tiene temblando como frágiles amapolas a parte de nuestros floridos chefs de la cocina mega creativa, que a partir de las iluminaciones de Ferrán Adriá van más allá de Gertrude Stein con su «Una rosa es una rosa es una rosa», para convertirla además en platillo de precio jugoso. Una moda algo indigesta de sabores cosméticos para paladares engañados. Habrá que decir que las flores las comen los pollinos estreñidos, algunos artistas lunáticos y los esnobs gastrónomos que confunden el aroma alimenticio con el perfume de ambiente. Supongo que es una fantasía que pasará por simple imposición fisiológica. Antes de que tengan que colocar en parques y jardines un cartel que ponga «Prohibido comerse los parterres».
Por prohibir que no quede, pero menos mal que siguen brotando flores salvajes de belleza convulsa y catarsis agreste. Como esa Shakira en sazón, pistilo cimbreante y pétalos revueltos, desparramándose en agosto en Barcelona rompiendo reglas, corriendo en moto sin casco, bañándose en fuentes , haciendo temblar las torres de la Sagrada Familia a golpes de cadera y trastornando la ciudad celebrando su última canción, «Sale el sol». Quizá acaben considerando su presencia perniciosa en una sociedad tan reglamentada y dada a abolir lo que se ponga. Pero mejor la soleada libertad de la cantante de las curvas descontroladas, su inundación sensual por más que incívica y multable, que esa tristeza de jardín muerto y anegado en que se está convirtiendo el país, donde sólo los sapos disfrutan del paisaje.