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No son los toros
Cataluña ha probibido las corridas sin el mínimo consenso, ignorando a las minorías
Parafraseando aquella expresión norteamericana, famosa en la historia reciente, de «es la economía, estúpido» podríamos también decir, a día de hoy en Cataluña, la siguiente frase: «No son los toros, estúpido».
Podríamos decirla para señalar las debilidades de una sociedad regional que tiene grandes problemas y que se niega a mirarlos de frente; una sociedad que está teniendo graves deficiencias de práctica política y moralidad ideológica.
Sólo de esa manera puede describirse a una comunidad cuya burguesía está optando por la táctica políticamente suicida de adoptar decisiones por mayorías ínfimas, poco consensuadas, ignorando a gran parte de su población. Sabe además que lo está haciendo y es consciente de que eso lleva al futuro conflicto, a la decadencia y a la inoperancia real pero, atrapada en su propia espiral de gesticulación retórica, después de cada resbalón y cada fracaso cívico, su única capacidad de reacción consiste en negarlo públicamente. Así sucedió con el nuevo Estatuto de Cataluña, una iniciativa política que nadie quería, que no se veía por ahora necesaria (los partidos nacionalistas ni la llevaban en su programa meses antes) y que nadie tenía ganas de perder tiempo en ella cuando habían cosas más importantes que hacer (como preparar una futura crisis económica que se veía venir).
Sabido era que, en los núcleos del nacionalismo socialista, se decía que si no se ganaba el referéndum estatutario con una participación de más de la mitad del censo, todo el proyecto podía considerarse sociológicamente un fracaso. Al final, no acudió a votar ni esa mitad, pero al día siguiente se disimulaba, se negaba lo que unas horas antes era el análisis más directo y, lo que es peor, se evitaba debatir a las claras ese hecho. El peor escenario posible se había dado, pero se prefería no asumir y reconocer que su más gran pesadilla institucional había tomado cuerpo.
Una pírrica victoria
La sociedad catalana es ahora mismo un lugar sin vitalidad política, que desconfía de los sueños que la articularon en las décadas pasadas. La lectura de los números de las últimas autonómicas es clara: el catalanismo, aunque gobierna, se estanca; el españolismo, avanza. A quienes lo señalamos, los catalanistas nos miden por su propio rasero, es decir, se piensa que lo decimos porque en realidad queremos que así sea, se nos atribuye que esos son nuestros sueños, sin otorgarnos el beneficio de la duda de una posible neutralidad (para ellos imposible). Pero ahí están los números. Y está ese terrible e indeseado paisaje, totalmente inventado, de ellos y los otros.
Los antitaurinos de mi región puede que crean que han dado el punto final a los toros en nuestra zona de la península pero, en realidad, a lo que han dado el punto final es a la visibilidad en la calle de que aquel proyecto de diferenciación (que en realidad, ay, no se dieron cuenta, era al cabo un proyecto eugenésico) podría ser mesurado y razonable. No tiene sentido, como no sea un sentido populista y demagógico, atacar con las armas de una precaria y corta mayoría, algo que está controlado, que poco a poco va a menos por la lógica del mundo moderno y que bastantes problemas tiene para mantenerse a sí mismo. Pírrica victoria. De hecho, los problemas que aquejan a los toros son muy similares a los que aquejan al catalanismo ahora mismo. Como dijo Cambó, hay dos maneras de ir directo al fracaso: pedir lo imposible y retrasar lo inevitable.
Sé que mi tierra superará perfectamente a la larga el presente momento de debilidad, confusión, delirio público y desorientación. Y lo hará precisamente por la notable energía de su población mezclada. Justo esas Jessicas y Vanessas que tanto repugnan a Pujol y cuyos prejuicios raciales contra ellas, con la franqueza del niño que señala al emperador desnudo, retrata hasta la música popular.
Sencillamente lo harán porque ellos son los que tienen más a ganar con una reorganización decente de la sociedad. Y es que, si algún día una imposible pero deseable amnesia colectiva, propia de la «fanta-ciencia», liberara a mi tierra de tanto símbolo de banderas y desaparecieran de ese territorio arrinconado del mediterráneo todos y cada uno de los que somos llamados catalanes, lo cierto es que la gente que se instalara en ese asentamiento, tarde o temprano, adquiriría un nombre parecido, aunque quizá para designar a gentes que hablan dos idiomas sin darle más importancia a uno que al otro y que (¿por qué no?) van a ver un espectáculo salido de la noche de las tradiciones. Un espectáculo cada día menos popular y algo aburrido para los parámetros modernos, pero de innegable belleza estética, dónde, quizá por fin, ya no se sacrificaría al animal.
Como decía Orwell, nunca conseguirás de la gente, ni por fuerza ni por razón, que quieran ser de una manera que no quieren ser.
Votos cruzados
El entonces presidente de la Generalitat, José Montilla (PSC), votó en contra de prohibir los toros, mientras que el líder de CiU, Artur Mas, y actual presidente, que hasta el momento del pleno había guardado silencio sobre el sentido de su voto, respaldó su abolición al igual que los de ERC, Joan Puigcercós, y de ICV-EUiA, Joan Saura.
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