Historia

Valladolid

La cabra hispánica

La Razón
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Tras el llamado «Motín de Esquilache», que en teoría protestaba contra un edicto real que trataba de acortar las capas y las alas de los sombreros, que tanto impedían reconocer a los delincuentes, pero que también obligaba a estar en la calle con alguna decencia, o con un poco más de «policía», como se decía entonces, el rey Carlos III comentó que los españoles eran como los niños, que lloraban y pataleaban, cuando se les lavaba. Y podía decirse algo así, pero, en otros casos, lo mismo daba que se pusieran ordenanzas o no para el limpio vivir de la ciudad, porque no se hacía ningún caso de ellas, y se seguía tirando el agua de fregar, o las aguas nocturnas, y se seguían haciendo aguas menores y mayores en los portales.

Cuando estuvo la Corte en Valladolid, tampoco se consiguió que no se arrojasen desechos y basuras al Esgueva, y Góngora especialmente dedicó versos muy fuertes al asunto; pero más en balde fueron que las ordenanzas, por más recias que fuesen. Como sucedería en Madrid, donde, un siglo después, apareció una Real Cédula, de Carlos III igualmente, que castigaba con cepo y vergüenza pública en rollo a quienes fumasen la horrible hierba «nicotina tabacum», llegada de las Indias Occidentales, como el chocolate y los tomates. Pero hubo tantos madrileños que fumaron dicha hierba, ya el primer día en que se publicó el edicto prohibitivo, que se vio enseguida que no habría cepos ni rollos de escarnio suficientes en España entera para castigo de fumadores.

Y el hecho de la suciedad ciudadana pervivió a todas las prohibiciones, y hasta reapareció más intensamente en las revoluciones llamadas populares, dirigidas casi siempre por señoritos, que parecen pasarlo bien dando un poco de suelta a la burrez.

Y, sin embargo, lo cierto es que, en los regímenes llamados populares, los modales eran exquisitos, y hasta ceremoniosos y versallescos, al contrario que en las demagogias señoritiles europeas. Y Aquilino Duque escribía, en 1987, después de estar en China, que «la diferencia principal entre el igualitarismo capitalista y el comunista está en los modales de comportamiento, infinitamente más correctos en el mundo comunista, aunque ciertas costumbres que la democracia ha hecho suyas, a partir del 68 sobre todo, no prevalecen de igual modo en naciones democráticas como Inglaterra y Alemania, cuya mugre nacional prefiere despiojarse en las costas soleadas de las naciones permisivas, naciones donde la democracia parece haberse proclamado al grito medieval de ¡Agua va!», que era el modo de avisar a los transeúntes, desde los balcones o ventanas de ciudades y pueblos, de que al instante por allí se tiraría el agua de fregar, o cosas peores aún.

Todavía hemos podido ver, no hace tantos años, farolas públicas o ventanas con una red metálica protectora, que indicaba que ya se esperaba muy poco de las prohibiciones de la autoridad, y que la civilización no estaba demasiado evolucionada, para decirlo de una manera suave. Y el jacobinismo español, particularmente, ha practicado siempre estas teorías acerca de un bovarístico derecho grupal a burrear; y «la señá República», o la «señá Democracia», han sido esperadas y celebradas, más que por otra cosa, porque se pensaba que permitirían burrear un poco. Pequeño detalle éste, e incomprensible en un sistema político cuya sustancia son la prevalencia de la Ley sobre el Estado y la práctica de la civilidad.

Pero la noción misma de libertad, que desde los griegos es estar sujeto a las leyes de la ciudad y a las leyes morales, en vez de no tener ninguna ley como los bárbaros, no es algo que se acepte sin más, y la cabra nacional, entre nosotros, tira al «¡Viva Cartagena!», en esto de los comportamientos y costumbres públicas, y el burreo se considera una conquista social. Así que quizás no nos tenemos que hacer más ilusiones sino tratar de lograr los mejores modales posibles en estos asuntos del «¡Agua va!», y otras mínimas civilidades y cortesías públicas por el estilo.