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Muñecos diabólicos por Julián Redondo

La Razón
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Todos los franceses no son iguales; pero algunos, sí. Un recuerdo: los enviados especiales españoles al Tour de 1984, entre quienes se encontraba Joan Manuel Serrat, cenábamos en un restaurante de medio pelo el día en que Lucho Herrera ganó la etapa de L'Alpe d'Huez. Unas mesas más allá, un aficionado galo le dijo a la camarera que nos sirviera una botella de champán; quería invitarnos para celebrar el triunfo de «nuestro compatriota». Cuando vino a brindar y nos explicó el motivo, le advertimos: «Mire que somos españoles, no colombianos». Cambió de color, tragó saliva, esbozó una sonrisa forzada, elevó la copa y trató de restar importancia a la nacionalidad. Se le notaba demasiado el disgusto, pero mantuvo el tipo y la invitación. Apreciamos el detalle y correspondimos. Para él fue un mal trago; para nosotros, una prueba más del escaso afecto que nos tenían allende los Pirineos. Hace treinta años, alardeaban de superioridad y a los gendarmes ni los distintivos del Tour les privaban del mezquino placer de fastidiar a los vecinos del sur. No era envidia sino la mala uva de quien, secularmente, se ha sentido superior. Brota cuando los que antes se dejaban el lomo en sus vendimias ahora son la competencia con el vino y el cava y líderes en deportes de calado mundial. Los guiñoles, esos muñecos diabólicos, han descubierto sus debilidades y los ha presentado tal cual, sin careta, envidiosillos. En el organismo de Contador había clembuterol, sí; pero en las venas de tantos de ellos hierve el azufre. Y ya sé que todos los franceses no son iguales; pero algunos, sí.