Historia

Buenos Aires

Nevera con abrigo

La Razón
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Ocurrió hace años y la verdad es que si recuerdo aquello fue porque la chica de la historia me hizo disfrutar de la tentación de complicarme la vida y del placer de malograrme, y desapareció luego de mis planes sin dejar rastro y sin dar explicaciones, legándome como recuerdo un alquiler sin pagar, el retrete lleno de moscas y un abrigo de piel acurrucado como un venéreo gato de astracán en la nevera. Hice amistad con ella en un club de alterne a la afueras de la ciudad. Era madura y estilizada, tenía un acento argentino degradado en los andurriales de Italia y me dijo que había sido bailarina en Buenos Aires antes de echarse a perder en locales de medio pelo. Hice vida alternativa con ella en un apartamento barato que pagaba con los dividendos que le rentaba su cuerpo y aquella envolvente manera de hablar en la que se daban juntas la elocuencia, la mundanidad y el masculino diapasón de algún vicio. A ella le encantaba la cebolla y la comía cruda todas las noches porque decía que, aunque le estropeaba el aliento, era buena para la piel. Cuando ella se dormía yo me levantaba a abrir la puerta del baño porque el olor de la cebolla me resultaba menos soportable que el del retrete. Me dijo que le gustaba mi voz «porque es como esos ruidos sordos y confusos que vienen de la calle y ayudan a conciliar el sueño, como cuando tienes fiebre y no sabes si lo que ocurre a tu alrededor es la realidad o tu conciencia». Una noche me preguntó si me gustaban las mujeres que pudiesen destrozarme la vida y le dije que sí, que me tentaba unir mi destino a una chica como ella, alguien con malas experiencias y con relativas ganas de vivir, «cualquier mujer que si tuviese la suerte de que me la permitiese Dios, me la restringiría el bolsillo y me la prohibiría el médico». Y en efecto, así era ella: mundana, sorprendente y posesiva, con una boca grande y ansiosa de un placer agresivo y casi descabellado que algunas veces hasta creí que en un descuido podría suponerme la decapitación. Hasta que un día se largó, dejando por mínimo testimonio de su existencia una nota en la que me agradecía la compañía y me deseaba suerte en mi deseo de dar por fin con «una de esas mujeres de las que un día me dijiste que te gustaban porque jodieron tu vida, empeoraron tu aliento y dejaron como pago en la nevera un abrigo de piel con cuyo excitante olor a feminidad podrías tener sin duda al mismo tiempo un sueño, un remordimiento y un lío de faldas».