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Tradicionalmente, los políticos españoles han elegido el bando de los conflictos lejanos en función de cómo combinaba con el atrezzo ideológico, como complemento de imagen y rédito. Es aquello que contaba Camba de la guerra entre los italianos y los etíopes, detonante de la división del Congreso de los Diputados en dos hinchadas: una abanderada de la causa transalpina y otra, a partir un piñón con los etíopes. Todo aquel fervor justiciero y colorista no era sino mondar un conflicto remoto -y ajeno- para sacarle tajada en el plato español. Con la intifada del Sáhara, Exteriores agradecería que El Aiún se desplazara hasta la franja de Gaza en Cisjordania. Y con la distancia de seguridad avalada por el mapa, que el chapoteo de la sangre no salpicara inoportunamente cuando Trinidad tenga que discursar con poemas y golpes de melena sobre los derechos humanos y otros «bla, bla, bla». Como por Historia y Geografía, la sangre salpica, queda al descubierto que el Estado se limita a aplacar conciencias con representanciones teatrales. A lo más que llega es a patrocinar veranos a los niños saharauis, quienes cuando vuelven a los campamentos cuentan haber presenciado dos milagros: en nuestras casas brota el agua y pellizcando la pared se hace la luz. Llegado el momento de la verdad, el PSOE se alínea con Mohamed y entonces hasta al activista Willy Toledo hay que recordarle que «Marruecos le va a partir la cara».