Niza

Laura Walcott (III)

La Razón
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Se detuvo delante del escaparate de una de esas joyerías en las que, si entrase un tipo como yo, con seguridad sonarían las alarmas. Laura Walcott sacó de su bolso la nota que le había entregado el camarero del «Oak Room» y me la dio a leer. Parecía la letra clara y concisa de uno de esos tipos a los que a veces se les mete en la cabeza que el agua de la ducha tiene las manos sucias. Era una nota escueta e inequívoca con la mala noticia de que lo que había entre ellos se había acabado y sería inútil intentarlo de nuevo. «Esta vez va en serio. Sé que no volverá. En realidad lo que me duele no es su decisión, sino lo poco que se ha esmerado en despedirse». Laura Walcott tenía razón. La nota eran seis líneas escasas, empleadas con fría objetividad en la redacción de algo que a un gerente le habría parecido la cancelación de un pedido. Pensando en no ahondar en su dolor me ahorré decirle que la nota de aquel tipo no parecía escrita para romper con una mujer como ella, sino para despedir al chofer. Preferí darle al asunto un giro más sentimental, pensando en inclinar a mi favor la aturdida indecisión de su alma: «¿Sabes qué te digo? Pues te digo que una chica como tú tendría que enamorarse de un hombre que sólo tenga buena letra para explicar lo poco que por sí mismas no digan con su vistosidad las flores que le envíe. A mí me gustan mucho las mujeres miopes. Siempre interpretan de la mejor manera las peores frases. No es malo que el fracaso tenga mala letra». Le conté entonces algo que me había ocurrido meses antes con una muchacha de Brooklyn con la que había decidido romper. «Era una de esas encantadoras chicas miopes. Le envié una nota despidiéndome. Como me remordía la conciencia, pensando en que el daño fuese más llevadero empeoré mi mala letra de siempre. Le escribí unas pocas líneas diciéndole que había otra mujer en mi vida y que lo nuestro era imposible. ¿Sabes? Durmió con los ojos más grandes que la cara y al día siguiente me telefoneó exultante para agradecerme que la invitase "a ese maravilloso viaje a Niza". Ahora creo que mi mala letra es incompatible con las chicas miopes». Entonces Laura Walcott retiró la mirada del escaparate de la joyería, me miró y dijo algo de lo que incluso recuerdo el cosmético requesón de su aliento cansado: «Soy miope. A veces incluso me cuesta acertar con el portal del oculista. Si me hace ilusión pararme a mirar la joyería es porque veo mal los precios». Recuerdo que la Quinta Avenida estaba desierta. Laura Walcott cruzó la calzada. Y yo la seguí como un funambulista amagando en el pespunte de sus pisadas. En el hornillo mojado del asfalto azul se escaldaban como amebas de flúor los reflejos desplanchados de la publicidad.