Nueva York
La broma infinita
Marc Fumaroli, el irreductible defensor del canon cultural, publica un demoledor ensayo en contra de la gran farsa del arte contemporáneo
Es posible que un solo libro haga temblar los cimientos del arte contemporáneo? Marc Fumaroli (Marsella, 1932) lo ha intentado en el voluminoso «París-Nueva York-París», un viaje de ida y vuelta por las raíces de la estética nacida a rebufo de la revolución industrial, a través de unas novecientas páginas imposibles de leer en una de esas pantallas electrónicas que señalan el futuro del ocio intelectual.
Si pudiéramos resumir las tesis de Fumaroli en titular, éste sería: «El arte actual es un sector de la industria del lujo». Pero este intelectual francés no cree en los titulares. Al contrario, se disfraza de Michel de Montaigne para reinventar la ya clásica elegía de que cualquier tiempo pasado fue mejor, para aminorar el consumo cultural «fast food», el «low cost» neuronal, y de paso reivindicar el ocio bien entendido como madre de todas las espiritualidades.
Vayamos por partes. Según Fumaroli –y muchos lectores estarán de acuerdo–, el ocio ha sido abducido por el «entertainment». El ocio clásico era privilegio de clases no productivas, en un mundo preindustrializado, contrapuesto al «negotium» o actividad diaria. El ocio como reposo pausado, como meditación trascendental sobre la naturaleza, como reserva espiritual imprescindible para seguir adelante. El «entertainment» contemporáneo es fruto de las industrias culturales, mero objeto de consumo más allá de la aportación intelectual que comporte. El vacío contrapuesto al silencio.
Según Fumaroli, «el arte actual es una creación del capital financiero y a la vez se quiere sociológico y capaz de denunciar el sistema explotador. Hay mucha hipocresía al presentar montajes destinados a denunciar todos los males de la sociedad financiados por empresas. La metafísica del arte contemporáneo es terrible. Como no hay nada, hay que sustituirlo con teorías. La vocación del arte no es hacer crítica del mundo contemporáneo, sino darnos razón del arte de vivir, saber que en algún lugar hay algo más durable que lo material».
El autor, travestido de Des Esseintes, inicia su recorrido en una marquesina de París, a la espera del autobús que le conducirá al aeropuerto. Para Fumaroli, la marquesina es el nuevo museo de arte contemporáneo, con sus anuncios gigantes globalizados por JC Decaux, efímeros e itinerantes. Trasplantado en Nueva York, rememora el nacimiento del MoMA, el primer museo de arte contemporáneo de la historia. ¿En qué momento se planteó la sociedad que dos conceptos tan antitéticos como «Museo» y «Arte contemporáneo» podían casar?
Ello fue fruto de un viaje inverso: el de artistas y magnates ociosos norteamericanos a París, la meca del arte, a principios del siglo XX. Pero también de un viaje interior y vertiginoso desde los Padres Fundadores hasta la industrialización de los Estados Unidos, todo ello amalgamado por lecturas puritanas de una Biblia ubicua. Phineas Taylor Barnum figura en la raíz de las industrias culturales del presente: antiguo vendedor de Biblias, fue bautizado como el «príncipe de los charlatanes». Fundó, en 1841, el American Museum; una especie de gabinete de curiosidades del que el arte contemporáneo ha hecho uno de sus tópicos. Tiburones y ballenas embalsamados, enanos gemelos, dioramas y cosmoramas. En 1865, el Museo de Barnum había alcanzado la friolera de 38 millones de visitantes, una cifra ligeramente superior a la población del país. Para Fumaroli, Barnum es uno de los padres del márketing moderno, creador de una proto-Disneylandia y del «incunable de las ferias de arte contemporáneo».
Las migas que dejaron los norteamericanos en su viaje a París, fueron recogidas poco después por Marcel Duchamp, un ocioso en el sentido clásico que revolucionará el arte mediante el chiste del «ready made»: un objeto producido industrialmente, escogido por el artista para ser elevado a la categoría de obra de arte. Fumaroli es ambiguo con Duchamp: si bien criticaba la comercialización del arte contemporáneo, vivía de ella ejerciendo de mediador entre sus amigos de París y ciertos magnates neoyorquinos. Duchamp está a medio camino entre el ocioso clásico y el «horror vacui» contemporáneo. El arte pop norteamericano multiplicará las dosis homeopáticas duchampianas mediante la serialización de sus enseñanzas: los artistas acudirán al supermercado para saquearlo y elevar todos sus objetos a la categoría de obra de arte, creando un vacío de significado que se ejemplifica mediante la simple comparación entre una crucifixión clásica o un cuadro mitológico y las sillas eléctricas de Andy Warhol.
Sin trascendencia
Fumaroli consigue radiografiar la vitalidad del arte, su autenticidad, que no procede de la voluntad de los artistas, «sino de la relación con el sector industrial y comercial, con la moda, los perfumes, la decoración de interiores y todo lo que antes se llamaba el mundo de la mujer, de la seducción, que es ahora el mundo de las masas. Y da ingresos fantásticos. Los propietarios de firmas como L'Óreal o LVMH son mecenas del arte contemporáneo. Y añade: «Los banqueros de hace siglos apoyaron un arte maravilloso y hoy promocionan el kitsch más inaguantable. Seguramente porque los banqueros del Renacimiento se dirigían a artistas que primero creaban para la Iglesia. Quizá es la diferencia entre una obra que se ofrece de forma gratuita y otra de consumo. El arte de antes insinuaba que había algo más allá, podíamos descansar en la obra de arte».
Puede parecer exagerado, pero si visitamos la página www. artreview 100.com, podremos consultar el listado de las cien personas más influyentes en el mundo del arte. El primer artista aparece en el número 13, el chino Ai Weiwei, y entre los diez primeros encontramos a galeristas como Larry Gagosian, comisarios como Hans Ulrich Obrist y a coleccionistas como Eli Broad y François Pinault. Y si consultamos http://web.artprice.com/ami/ami.aspx, podremos descargarnos el análisis del mercado de subastas de arte contemporáneo del año pasado, descubriendo los nombres mejor pagados: Peter Doig, Chen Yifei, Maurizio Cattelan, Basquiat, Richard Prince, Jeff Koons… Salvo honorables excepciones, sus obras –y sus coleccionistas– confirman la pesimista visión del lúcido pensador francés.
El espectador no importa nada
Leer el ensayo de Fumaroli es un ejercicio inteligente, que exige paciencia y amplios conocimientos culturales: religión, iconografía, historia, estética, arte contemporáneo. Pero sobre todo, más que complicidad, reclama sentido crítico. Un sentido adormecido por la implosión de propuestas culturales y el ritmo frenético de vacuidades que nos sacuden en un día a día cuyo reloj interno lo marcan tweets, correos electrónicos y espectáculos mediáticos. Su éxito reside en cierto cansancio, por parte del público, del arte que nos muestran centros como el Reina Sofía, el MACBA, o uno de los muchos espacios de arte contemporáneo españoles surgidos en los últimos veinte años, sin ir más lejos. El público está hastiado, desorientado, cuando no ya directamente ausente, desertor en pos de propuestas más interesantes y emocionales como el cine, el cómic o el videojuego.
Título: «París-Nueva York-París».
Autor: Marc Fumaroli.
Editorial: Acantilado. 922 pag. 36 euros.
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