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La guerra de Gaza: la protección de los derechos humanos y el relativismo como disculpa

Mantener que el Estado español es un «Estado terrorista» y que su sistema legal y judicial «no tiene arreglo» sería probablemente considerado como un grave hándicap para dirigir un comité de expertos internacionales independientes relativo a, por poner un ejemplo, la situación en el País Vasco, Ceuta o Melilla. 

 
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Mantener que el Estado español es un «Estado terrorista» y que su sistema legal y judicial «no tiene arreglo» sería probablemente considerado como un grave hándicap para dirigir un comité de expertos internacionales independientes relativo a, por poner un ejemplo, la situación en el País Vasco, Ceuta o Melilla.

Esto es, en clave nacional, el fundamento de la protesta por la ONG, UN Watch (Observando las Naciones Unidas) con motivo de la designación del profesor de derecho internacional alemán Christian Tomuschat como presidente del Comité de Expertos Independientes, organismo que continúa el trabajo de la Comisión Goldstone y da seguimiento a sus recomendaciones, entre las cuales figura el procesamiento de aquellos políticos y militares israelíes involucrados en la denominada «guerra de Gaza» por la Corte Penal Internacional (CPI), en caso de considerarse insuficientes las medidas tomadas a nivel nacional.
La Comisión Goldstone creada por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU (en adelante, CDH) tuvo por mandato «investigar todas las violaciones de las normas internacionales (…) en el contexto de las operaciones militares que se ejecutaron en Gaza durante el periodo del 27 de diciembre 2008 al 18 de enero de 2009». UN Watch solicita que el Sr. Tomuschat renuncie a su cargo, habiendo presentado escritos y declaraciones realizados por el interesado durante la última década en los que efectivamente considera Israel, inter alia, un Estado terrorista y su sistema judicial, «sin arreglo», indicando por tanto una predisposición desafortunada.

El «Informe Goldstone» recibió una avalancha de críticas, entre ellas que sus 575 páginas no presentan el contexto político, por ejemplo que la carta fundacional de una de las partes implicadas, el Gobierno de facto de Hamas, llama a la destrucción de la otra parte implicada: Israel. Algunos lectores se preguntarán por qué no es también la ocupación israelí el contexto explicativo. Simplemente porque Israel se retiró de la Franja de Gaza en 2005, después de que el presidente de la Autoridad Palestina, Yasser Arafat, rechazara en 2000 la devolución –para ser más precisos: la entrega, al no haber existido nunca un gobierno o estado palestino per se– del 97% de los territorios palestinos ocupados como consecuencia de la guerra de 1967.

 También fue criticado el Informe Golstone por la metodología empleada. A título de ejemplo, al examinar la acción israelí, interpreta la supuesta intención en base al resultado, mientras que cuando se trata de Hamas, interpreta el resultado en base a la supuesta intención. Así el Ejército israelí «realizó ataques deliberados contra la población civil» (y su) «decisión de atacar y matar arbitrariamente a civiles palestinos constituye una violación del derecho a la vida» mientras que «no (se) encontraron pruebas de que los combatientes palestinos se mezclaran con la población civil, con la intención de protegerse de los ataques».

Pero más desconcertante si cabe resulta que el jefe de la misión, Richard Goldstone, juez surafricano y ex fiscal principal de los Tribunales Penales Internacionales para la ex Yugoslavia y Rwanda, señalara en una entrevista en octubre de 2009 que «ante un tribunal, el material utilizado no hubiera permitido probar nada».

Evidentemente el CDH no es un tribunal y sus métodos de trabajo los deciden los 47 Estados miembros. Pero llama la atención que se haya pasado por alto una dimensión estratégica: el efecto del Informe sobre ese otro tribunal, el tribunal de la opinión pública, infinitamente sensible a las declaraciones y opiniones expresadas en Naciones Unidas.

Es irrelevante que Israel sea un país democrático donde los derechos de las mujeres estén protegidos, los homosexuales no estén discriminados en el Ejército y exista libertad de culto, o que sea posiblemente el único país en el mundo cuyo sistema judicial se ha enfrentado a la delicada cuestión de saber si se puede justificar el uso de la tortura para obtener información que se considere que pueda prevenir la muerte de docenas de civiles en atentados terroristas. Es irrelevante también que en 1999, la Corte Suprema israelí haya expresamente ilegalizado hasta el uso de técnicas de interrogación que en otros países occidentales no llegan siquiera a ser consideradas como formas de tortura: la privación del sueño por ejemplo.

Lo relevante parece ser la posición del CDH, lo que Kofi Annan y Ban Ki-Moon llamaron la «obsesión» del Consejo contra Israel: desde el año 2007, Israel, y sólo Israel, está en la agenda permanente del CDH; lo cual no deja de resultar sospechoso, ya que es el único Estado que no puede participar en la confección de la misma, al ser el único Estado de la ONU no incluido en un grupo regional (con la salvedad, desde el año 2000, de las instituciones ubicadas en Nueva York).

Esta obsesión está produciendo una peligrosa y lamentable deslegitimización, no sólo de Israel, sino también de los instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos. Israel no es perfecto y debe ser criticado, pero al igual que los demás Estados.

Cuando el 80% de las resoluciones del CDH sobre países se refieren a Israel, se están ignorando las voces de las familias de los 20.000 tamiles muertos en mayo 2009; las cruelmente llamadas «esposas» de los milicianos y los niños-soldados de África; los que han sido esclavizados y no pueden ni soñar con huir porque se les ha cortado a propósito el talón de Aquiles; los «bacha bazi», niños-esclavos sexuales disfrazados de mujer bajo la mirada distraída de los internacionales en Afganistán; los hijos de las lapidadas de Irán; por no hablar de los homosexuales palestinos que se mudan a Israel y de las víctimas de los crímenes de «honor» en Cisjordania y Gaza. Y muchos más en el mundo que esperan compasión y justicia. No vale escudarse detrás del manto del relativismo cultural para inculpar a uno y exculpar a otros: sería una forma de racismo y de discriminación racial.