Egipto

Jóvenes en la calle

La Razón
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Lo habitual era que los medios mostraran a los jóvenes en frívolas concentraciones de botellón, aunque abrumadoras estadísticas del paro nos estremecían cuando precisaban que casi la mitad de nuestra juventud se enfanga en él, sin perspectivas de mejora a corto plazo. Aún más grave, a mejor formación, más paro. Ha faltado tan sólo la chispa del título de un folleto francés para que los jóvenes, gracias a los nuevos medios de comunicación, creyeran que lo suyo era manifestar su «indignación», que también cabría denominar frustración, en las plazas de nuestras ciudades: «Democracia Real, Ya». Ni los partidos, ni las campañas electorales hasta la fecha, les habían prestado mucha atención. Las vagas promesas de una campaña mediocre, plena de tópicos, poco atenta a la realidad cotidiana, sin soluciones claras a la vista, ha dado alas a un movimiento más virtual que objetivo, pero que ha llenado «tweeds» y «hashtags». Los jóvenes y gentes de diferentes edades, han querido mostrarse. Lo de menos es que se les prohiba hacerlo en período electoral. Las calles también son y serán suyas. Nadie es profeta y, por tanto, no podemos colegir qué recorrido tendrá este movimiento concreto, alimentado en la red, del que asoma tan sólo parte de una oreja. Puede que no constituya un problema para los partidos políticos tradicionales. Sin embargo, sería del todo inconsciente que éstos, gane quien gane las elecciones municipales y autonómicas el próximo domingo (en las que todos saldrán vencedores), no intenten atraer a la juventud, no sólo desencantada del sistema de partidos, sino de algunos resortes que creímos alcanzar con la democracia y que se plasmó en la Constitución hoy vigente y siempre revisable.
Las peticiones de estos jóvenes traducen un malestar y una crispación generales de fondo. Y ¿quién puede salir a las calles sino ellos, que deciden no integrarse en partidos o sindicatos a los que consideran responsables de su situación? Sería deseable que los centros de estudio de los diferentes partidos, dedicaran su atención no sólo al fenómeno electoral, que está al llegar, o al siguiente que ya nos amenaza, sino que prepararan el terreno de ciertos cambios, a derecha e izquierda, que deberían ser recogidos en una Constitución más atenta a algunas reivindicaciones que se proponen y que ni siquiera son nuevas. Es evidente que las grandes formaciones políticas o sindicales son paquidermos que se mueven con lentitud. La inmovilidad, en muchos casos, significa capacidad de resistencia. Pero, si no actúan a tiempo, la crisis puede hacer pedazos a cuantos se sientan incapaces de adaptarse. Tal vez, este fantasma regrese a su tumba en poco tiempo, pero, sin duda, ha de volver y con mayores dimensiones. Los modelos esgrimidos (Egipto o Túnez) no son válidos, pero se observan. Este país dispone ya de una democracia imperfecta, aunque democracia. Mas la economía no puede conculcar derechos sociales. No es posible que la distancia entre ricos y pobres se acreciente, ni que dejemos aparcada a una generación, que los jóvenes se eternicen en los domicilios paternos, que los medios propaguen los escándalos de la corrupción pública y privada sin que la Justicia actúe con más diligencia. Lo del «ni ni» no era para reírse, pero los bancos van a lo suyo. La fragilidad de las democracias radica en su propia naturaleza. También su grandeza, cuando la utilizan. Y no reside tan sólo en votar cuando nos llamen a las urnas. Nuestra juventud se asoma a la calle porque sabe que en el seno de los partidos políticos será mal recibida, porque lo que pide no está en sus programas, porque estima que es el mundo económico y no el político el que lleva las riendas del gobierno. Y a estas fuerzas económicas no hay, de momento, quien las ate en corto. Si el sistema –no ya el español que requiere tantos remiendos– se entiende injusto, de no autoreformarse, lo reharán otros a medio o largo plazo. Cuando se inició la crisis –y de ello hace ya años– parecía que algunos dirigentes estaban dispuestos a diseñar controles que frenaran despropósitos que nos condujeron donde hoy nos hallamos. Nada se ha hecho en este sentido, salvo parchear a los más débiles y amenazar con medidas excepcionales a cuantos se encuentran al borde del abismo. Estos jóvenes en la calle no responden al modelo francés de mayo del 68. Se dicen pacíficos, se manifiestan contrarios al bipartidismo, corean eslóganes contra bancos. Saben ya que la enfermedad no es propia. Viven y se manifiestan en la globalidad de las nuevas formas de comunicación. Hay que atraerlos a una política cuyas fronteras les resulten cómodas, que les permitan participar. Pero hasta que los políticos nos descubran cómo modificar las relaciones con las fuerzas económicas –el meollo de la cuestión– y éstas entiendan que les conviene, aunque moderen ganancias, poco se avanzará. El diálogo puede resultar de sordos. El peligro reside en que si los políticos no ofrecen resultados acabarán en la cuneta, sustituidos por otra multitud de nuevos partidos o agrupaciones que dificultarán el gobierno. El siglo XXI no parece, por fortuna, inclinado a las revoluciones o soluciones de fuerza, como el anterior. Pero una sociedad encallada e inmóvil, como un buque entre los hielos, acaba hundiéndose. Renovarse o morir.