Hong Kong
Espías como los de antes
Los que tiemblen al leer en el reparto de «El topo» el nombre de Gary Oldman, que respiren tranquilos. En la nueva adaptación de la célebre novela de John Le Carré –todos recordamos la miniserie de la BBC protagonizada por Alec Guinness en 1979–, el actor británico, célebre por sus excesos interpretativos, encarna a George Smiley con la serenidad de una máscara No, un rostro de cera inmune a cualquier asomo de emotividad humana.
Ayer, en la Mostra de Venecia, Oldman admitía que este ejercicio de extrema contención había sido liberador, aunque la película, que examina la triste vida del espía en tiempos de la Guerra Fría, es oscura y opresiva.
En las notas de prensa de «El topo», John Le Carré recuerda que su libro se convirtió en un «best-seller» porque «la gente quería ver sus vidas en términos de conspiración». Los espías de Le Carré (la flor y nata del cine británico: Oldman, Colin Firth, John Hurt, Ciarán Hinds, Mark Strong, Toby Jones) son de los nuestros: gente que ama, se decepciona o se siente traicionada, y que tiene que vivir sus sentimientos bajo secreto de sumario para que no interfieran con su profesión. Es algo que el sueco Tomas Alfredson, en su primer largo hablado en inglés después del éxito de «Déjame entrar», sabe poner sobre la mesa sin hacer vanos subrayados. La elegancia de la puesta en escena nunca aporta «glamour» al mundo del espionaje. Al contrario, lo hace inteligible sin exagerar su dimensión heroica. La verdad se descubre detrás de un escritorio, las oficinas se convierten en siniestros sótanos, las reuniones se celebran en cubículos acolchados, los espías parecen burócratas a punto de firmar un certificado de defunción.
Escepticismo global
Smiley tiene la misión de averiguar quién es el agente doble de los Servicios de Inteligencia británicos que está pasando información a los rusos. El subtexto de la novela de Le Carré –publicada en 1974, en tiempos del Watergate– era la desconfianza en las instituciones y los poderes fácticos. No es difícil comprobar la vigencia de «El topo» ahora que la crisis económica ha inyectado una sobredosis de escepticismo en la aldea global. Pero, más allá de sus implicaciones políticas, la película funciona mejor cuando se pone melancólica: cuando descubrimos en el rostro de Smiley una huella de rencor por las infidelidades de su esposa o cuando un espía debe sacrificar su relación para proteger a su pareja. Como «Déjame entrar», «El topo» es un filme sobre la soledad, sobre la imposibilidad de comunicarnos con nuestros semejantes.
Es en este sentido que «El topo» se complementa a la perfección con «Dark Horse», en la que Todd Solondz vuelve a hablarnos de lo miserable que le parece el mundo. Estamos solos y no nos entendemos, vale. Eso sí, ni una masturbación, ni un asomo de pedofilia: cualquiera diría que el hecho de haber tenido un hijo le ha alejado de sus controvertidas obsesiones. Sin embargo, da la impresión de que, sin la gasolina de la polémica, Solondz ha perdido buena parte de su mala uva.
«Dark Horse» narra la historia de un treinteañero, Abe (Jordan Gelber), que vive con sus padres, instalado en una infancia perpetua. En una prometedora escena inicial, conoce a Miranda (Selma Blair) en una boda y, en su primera y bizarra cita, decide proponerle matrimonio. Ella, que habla con la indolencia medicada de un zombi deprimido, rechaza la oferta para después aceptarla por aburrimiento. Solondz cuenta con un buen planteamiento, pero carece de nudo y desenlace: toda la película se busca a sí misma desesperadamente, encallada en una serie de viñetas de patetismo cotidiano que el director de «Happiness» vinculaba ayer con el humor de «Seinfeld», pero que en la pantalla parecen gags inacabados, chistes crueles a medio hacer.
Un guión demasiado abierto
Solondz se dedica a machacar a su protagonista, coleccionista de juguetes y fan de «American Idol». Castiga su miedo a crecer como Dios castiga a los que obran mal: su futura esposa y sus abnegados padres le humillan, tiene un accidente, contrae la hepatitis. No muestra empatía alguna por su antihéroe, ni siquiera en sus fugas de la realidad, un universo alternativo que ocupa la mitad del metraje, y que, según Solondz, está ahí para reflejar la vida interior del personaje, y que la mayoría de las veces no hace sino confundir al espectador. Si los guiones de hierro de Solondz se caracterizan por cerrar a cal y canto su sentido narrativo, «Dark Horse» parece enorgullecerse de justo lo contrario: de abrir el sentido hasta que no quede nada, sólo un vacío.
Abuela más grande que la vida
Estaba tardando la película que nos tocara la fibra sensible. «A Simple Life», de Ann Hui, lo hace con desarmante inocencia. Los dos últimos años en la vida de Ah Tao, criada de una familia de Hong Kong durante cuatro generaciones, centran la atención al detalle de Hui, que relata el ingreso de esta mujer «bigger than life» en una tenebrosa residencia de ancianos y pone el acento en su generosidad y en su abnegación. Tampoco queda mal la familia que la acogió en su seno durante casi sesenta años, representada en el filme –esto es una historia real– por uno de los hijos, Roger Lee, productor cinematográfico interpretado por Andy Lau, estrella del cine de acción de Hong Kong, género homenajeado con un simpático cameo de Tsui Hark. Estamos ante un melodrama neorrealista, amable e ingenuo, que evita ponerse lacrimógeno a fuerza de respetar honestamente a su heroica protagonista.
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