Londres
Epílogo berlanguiano
Nunca pensé que escribiría el obituario de mi amigo Jorge Berlanga. Hice el de su padre hace siete meses y no tuve que enfrentarme al de su hermano Carlos, con quién me unía una amistad con altibajos desde los tiempos de «Horror en el hipermercado».
También hubiera sido muy triste. A los dos me unía la pasión por el pop, las estrellas secundarias del cine español y la música. Odiábamos –Jorge lo hacía sin pasión alguna– a los progres y los jipis, la modernidad mal asumida y a los críticos de cine de barba y trenca. Conocí a Jorge Berlanga en la puerta de la librería Antonio Machado. Me lo presentó su padre, que venía de Correos con un manuscrito de Donoso que había presentado al premio «La sonrisa vertical» con retraso. Tenía veintiún años y había vuelto del Londres punk con la misma pinta elegante que se fue. Por entonces, ya era el dandi que iba a ser.
Sin puntos y comas
Luis estaba muy orgulloso de su hijo porque quería escribir y me pedía consejo sobre cómo podía encauzar su carrera. Como Luis hablaba y hablaba sin puntos ni comas, no tuve oportunidad de darle ningún consejo, sobre todo porque ninguno de los dos lo hubiera aceptado. Berlanga padre e hijo estuvieron más unidos de lo que aparentaban. La relación de estos dos descreídos, militantes de un cierto absurdo vital, era de lo más singular. Su socarronería y verbosidad contrastaba con su timidez. La indiferencia de ambos no era más que una pose elegante, típica del Mediterráneo.
Nos vimos esporádicamente en locales nocturnos y presentaciones, y en los años 90, en el Festival de Cine de San Sebastián, en la diminuta cafetería del hotel María Cristina. Llegaba al mediodía, pedía un Martini seco en copa de cóctel y un blodimery, con el apio asomando en el vaso, y los bebía con displicencia. Hablaba sin prisas, siempre sonriendo, concitando la atención de amigos que se detenían en su mesa, se sentaban, le saludaban y se iban, no sin antes quedar para la noche. Acodado en la barra de un club, la noche donostiarra era su lugar natural, antes de que los paraísos artificiales rompieran el alba con su resaca.
Cuando le ofrecieron encargarse de La Mostra de Cine de Valencia, me llamó para saber qué iba a encontrarse. Le animé a aceptar la dirección no sin antes advertirle del comportamiento de los políticos, a sabiendas de que no me haría ningún caso. Aceptó pensando que con su sola presencia conseguiría hacer de aquel festival un centro chic al calor del Mediterráneo. Dos años después lo dejó con la misma displicencia con que lo había tomado.
Traducía los libros de Bukowski, el modelo de ácrata subversivo que marcó a la generación de la Transición a la democracia. Para cuantos empezaron en los 80, los fanzines y revistas como «Disco Expres», «La Luna de Madrid» y «Dezine» eran las plataformas posmodernas desde las que poder escribir con pasión de la moda de Montesinos, la pintura de los Costus, la Nueva Ola de Alaska y los Pegamoides, de los cómics transgresores de Nazario y Ceesepe y de un nuevo cine que fuera más allá de «Arrebato», de Iván Zulueta, como fue el primer Almodóvar.
Poco después entró en Abc, en la sección de cultural y espectáculos, y con su natural desparpajo se fue abriendo camino en aquellos años de modernización del periodismo español con sus artículos en «Gente y aparte», iniciada en 1987. Con la aparición del nuevo diario fundado por Luis María Anson, Jorge pasó a LA RAZÓN en 1998. Desde entonces colaboraba con artículos de cine y cultura y una columna personal, tan singular como él mismo, en la que trataba de forma lúdica los temas más variopintos. Su estilo era próximo, con un fino sentido del humor, elegancia formal y toques surrealistas berlanguianos.
Con su padre colaboró en los guiones de sus últimas producciones: «Todos a la cárcel» (1993), la serie televisiva «Villarriba y Villabajo» (1994) y «París-Tombuctú» (1999), pero la labor fundamental de Jorge fue el periodismo de opinión, aunque publicó una novela, «Un hombre en apuros», y estaba preparando otra, que ha dejado inacabada, al igual que el musical sobre la Movida, con las canciones de su hermano Carlos, que tuvo que abandonar en enero. Una especie del lado salvaje de «Hoy no me puedo levantar».
Si Berlanga padre tenía una pasión, un tanto desganada, por las fantasías sadomaso, Berlanga hijo prefería, dicho con un elegante eufemismo, la vida. Nada le era ajeno hasta la medianoche. Una mujer (bonita), una copa (elegante), un club (chic), una mesa en una terraza nocturna y amigos yendo y constituían el mejor programa vital que pudiera imaginar. Se preguntaba Jorge en un artículo qué era ser Berlanga y contestaba así: «Observar todo lo que ocurre y tratar de arreglarlo con ocurrencias».
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